Hemos acabado y empezado el nuevo año fijándonos en una calle por la que seguro que todos hemos pasado alguna vez. La calle Ferran, en el barrio Gòtic. Nos hemos fijado, paradójicamente, por la discretísima librería Sant Jordi, que abrió en 1983 y que ahora, si nadie hace nada, acabará cerrando. A pesar de los esfuerzos del propietario en los últimos años, en febrero se le acaba el alquiler y no hay muchas opciones para salvarla.
Pero a veces, de una mala noticia, salen cosas buenas, aunque quizá ya sea demasiado tarde. El propietario, Josep Morales, murió y familiares y amigos hicieron un llamamiento para, antes del cierre, vender el inmenso fondo de libros que había en el local. En Barcelona es habitual homenajear a tiendas emblemáticas o singulares cuando ya tienen una sentencia de muerte encima. Pero, aun así, la respuesta ciudadana, las colas y la solidaridad con el local han demostrado, de nuevo, que a muchos vecinos les preocupa, y mucho, la desaparición de un comercio que no es para turistas y que da identidad a un barrio y a una ciudad.
Todo ello ha puesto el foco en esta calle, donde las tiendas de toda la vida resultan verdaderas especies en extinción. Escondidas entre pubs irlandeses y restaurantes de comida rápida (tacos y burritos incluidos), heladerías, algún comercio temático de cannabis y, sobre todo, establecimientos de carcasas de móviles y souvenirs. La calle se ha convertido en un catálogo de los peores recuerdos de la ciudad. Camisetas con alusiones al narco Pablo Escobar, abridores con formas fálicas o mecheros y ceniceros con pechos dibujados y mensajes típicos de despedida de soltero. De hecho, en las entradas, en los dos extremos de la calle, ya te puedes hacer una idea de lo que hay: en una punta, en la esquina con la Rambla, dan la bienvenida un McDonald’s y un KFC y, en el otro extremo, esquina con plaza Sant Jaume, un supermercado 24 horas, Alcampo, y una franquicia de gafas de sol.
La transformación de esta calle, donde históricamente había algunas de las mejores y más exóticas tiendas de la ciudad, quedó demostrada con la pandemia. Durante el periodo excepcional sin turistas, la calle se sumió en el silencio y algunos de los establecimientos acabaron cerrando. Ahora la actividad, con captadores, repartidores esperando en la puerta de los restaurantes, turistas paseando y locales acelerando el paso y esquivando a los que no tienen prisa, ha vuelto.
Si nos paramos, sin embargo, veremos más cosas. Como siempre, hay que mirar hacia arriba, donde encontraremos fachadas señoriales con puntas redondeadas, carteles elegantes de antiguas tiendas ya cerradas, como la confitería Casa Massana, fundada en 1835 y a quien se le atribuye la invención de la Mona de Pascua, y la también antigua iglesia de Sant Jaume, en el número 28. Una calle, que a diferencia de las callejuelas que desembocan en ella, es ancha, con luz, no tiene prohibida la circulación, pero los peatones se la han hecho completamente suya porque las aceras se quedan estrechas y son insuficientes.
La calle de Ferran es una calle que une. Cuando se construyó, en 1824, quería enlazar la Rambla con la fortaleza de la Ciutadella. Ahora une el poder político de la plaza Sant Jaume con el poder popular, el que hay en la Rambla, pero también une dos barrios, el Gòtic con el Raval. Una calle que permite atajar, que ahorra la vuelta por las calles más laberínticas de Ciutat Vella, y en la que tanto te puedes topar con una pareja de turistas japoneses como con los concejales y los funcionarios del Ayuntamiento.