Herbert Read, un crítico de arte inglés, entre otras vocaciones humanistas, explica que Matisse adquirió Trois baigneusesde Cézanne a un marchante. El cuadro le costó mil trescientos francos franceses —no llega a dos euros actuales—. Para Matisse, inmerso en la penuria económica, estos menos de dos euros de la época suponían una cantidad a la que difícilmente podía hacer frente. El cuadro se convirtió en la dosis de fe y perseverancia necesarias para combatir los momentos críticos de su carrera artística.
Matisse conservó Trois baigneuses hasta el año 1936, cuando lo cedió al Museo de la Ciudad de París junto con una carta donde dejaba constancia de la trascendencia vital que, para él, había tenido el cuadro. En 1898, pocos meses más tarde de adquirir la obra de Cézanne, Matisse pintó un desnudo masculino en azul. Este hecho no tendría más trascendencia si no fuera porque el cuadro quería ser una declaración contundente de rabia del fauvismo contra el neoimpresionismo de Saurat o determinada etapa de Pissarro, quien fue maestro del mismo Matisse y quien, al parecer, hizo hincapié en la fijación por Cézanne.
Para algunos artistas del arte moderno, como Matisse, el azul fue un recurso a través del cual canalizar lo inexpugnable y que, a la vez, los atrapaba. En algunos casos esta dimensión la encontramos, todavía hoy, en la nostalgia, si bien la contemporaneidad la procura eludir. La nostalgia no es más que un recuerdo incompleto —y por tanto, al tratarse de un recuerdo, implica cierta proximidad— lleno de lagunas rellenas de realidad acoplada, realidad que no fue, pero que reconstruimos embelleciéndola. El azul, a veces, también escupe la rabia que alude lo cercano, desconocido y deseado, que no pudo ser profanado. Miró dijo, de un determinado azul, que era el color de sus sueños. Otra variante de las dimensiones encriptadas.
Pero, ¿por qué tal dimensión desconocida atrapa al artista? Los tentáculos de lo desconocido, talmente raíces, se proyectan subterráneos hasta estratos insospechadamente hondos. Es, en estas cotas de profundidad, donde las heridas se estancan como coágulos que alimentan la voracidad del artista. El artista, más que curarlas —las heridas—, buscará exponerlas al tratarse de la génesis del deseo que lo mantiene expectante.
Lo decía John Berger en otras palabras cuando denunciaba el vivir en un estadio contrario al de la sed: “En esta vida, quien no ha sufrido una herida, debe vivir sin deseo. El deseo, concluye, es un movimiento que consiste en intercambiar escondites”. De todos modos, los escondites, los refugios, aunque protegen, acaban por incomodar. Nos alejan de la uniformidad. Y de la confortabilidad. El escondite es frío y suele ser pérfido.
“En esta vida, quien no ha sufrido una herida, debe vivir sin deseo. El deseo, concluye, es un movimiento que consiste en intercambiar escondites”, decía John Berger
Trincheras como salvación
Recordemos, sino, en el contexto de las guerras de principios de siglo XX, las trincheras donde el enemigo se colaba dentro del cuerpo de quien se consideraba escondido del otro. A modo de anécdota: al tiempo que Matisse cedía Trois baigneuses el Museo de la Ciudad de París, Víctor Torres, quien fue hermano de Màrius Torres —poeta que tendía al azul: “Cap al tard, la boira s’esmuny. / Xopes de blau, arribaran de lluny, / un vespre càlid, orenetes”—, se alistaba en la Columna Macià-Companys.
En 2011, en una entrevista meses antes de morir, Víctor me explicó cómo la trinchera enemiga le salvó la vida. Los hechos tuvieron lugar cuando se le ocurrió encender un cigarrillo en plena noche a primera línea de fuego; desde el lado enemigo una voz insurrecta le tiró el aviso de que le tenían a tiro.
El azul de los amantes
El color del escondite, el de la trinchera, es el azul. Lo es en tanto que la atmósfera que la rodea es la más exacta descripción de la dimensión desconocida. Como lo es el momento antes del completo atardecer; tiempo atrás, epílogo de sermones apocalípticos que el cura esgrimía de espaldas a la fulgente rojez de la puesta, que penetraba por las aberturas de la iglesia orientadas a poniente. O como lo es el paréntesis del afterwork, atmósfera cercana a la del escondite que, a veces, intersecta con la que rodea la infidelidad de los amantes. Los amantes que deben moverse con cautela, que se consideran enemigos el uno del otro debido a la fatal atracción que los mantiene en el deseo, aún y temer la devaluación de la atracción hacia el otro y el consecuente declive en hostilidad. Hostilidad que acabará manifestándose en forma de tragedia.
El azul de los amantes es el blues de la música. Es alma. Es sed en estado puro. El pasado mes de junio, Ashley Madison, la web más concurrida por los infieles, publicaba un estudio sobre nuevas adhesiones a la plataforma en el transcurso del confinamiento de principios del 2020. Barcelona lideró el ranking de ciudades del Estado, seguida de Girona, en segunda posición, y Tarragona y Lleida, a la octava y décima.
La infidelidad es la pasión por aproximarse y claudicar a lo desconocido, y el siglo XXI, en pleno enaltecimiento de las redes sociales, se ha convertido en el ecosistema idóneo para descubrir, cautelosamente, personas del entorno de las que desconocemos el comportamiento fuera del ámbito cotidiano o forzosamente compartido —por ejemplo el de trabajo—. A través de las redes se pueden espiar. Meterlas en el imaginario sin impedimentos ni contemplaciones. Obedecerlas y hacer que obedezcan. Satisfacerlas y hacer que satisfagan. Pero aún así, sólo hay una manera de desencadenar el deseo: poseer.
Los moteles de Santiago de Chile
El año 2014, el fotógrafo y productor Anton Briansó, con sede en Barcelona, colideró el proyecto Motel, un excelente trabajo gráfico resultante de haber recorrido algunas de las habitaciones propensas a la infidelidad del centro de Santiago de Chile. Hasta la crisis sanitaria de la covid-19, en las habitaciones acudían, a diario, decenas de parejas decididas a disfrutar de un paréntesis en la rutina.
Los moteles del centro de Santiago de Chile eran madrigueras donde hacer realidad las creencias figuradas sobre el sexo de la sociedad chilena, que recoge el mayor grado de infidelidades de América Latina. Y también de parejas que buscaban dar curso a una fórmula que conjugara creatividad y delirio, más allá de lo que pueda ofrecer el baño, la cocina, o la habitación de casa. La oferta era formidable: habitaciones ocultas en edificios discretos, camufladas en medio de la urbe, con la opción añadida de carnavales que iban desde la recreación de un bar de copas, una prisión, el consultorio de un ginecólogo o la simulación de un vuelo en un Boeing 737.
Motel, el proyecto, se desarrolló a lo largo de dos semanas. Las imágenes se tomaron durante el intervalo del almuerzo, entre las dos y las cuatro de la tarde, coincidiendo con el periodo de máxima afluencia. Es fácil y quizás lógico que sea así. Pasamos muchas horas en la oficina, en clase, detrás la caja registradora del super, al volante de un camión de reparto… En consecuencia, más que estar en contacto, es imperioso entrar en contacto. La clave de acceso: el pacto de silencio.
Antes del extraño contexto que vivimos actualmente, los moteles chilenos se adaptaron a un estilo de vida creciente que generaba un volumen de negocio de 40 millones de dólares al año. Motel, el proyecto, concluía disculpándose por no poder transferir, fielmente, la extensa paleta de texturas y olores; mezcla de tabaco, toallas húmedas y sudor. De todos modos, a cierta edad, como le pasaba a Matisse con el cuadro Trois baigneuses, hemos aprendido a evocar al desconocido y transcribirlo a los sentidos conjuntando con el azul de las grandes ocasiones.