Cuando llevas toda la vida viviendo en la misma ciudad, te parece que conoces cada rincón y que en cada esquina de cada calle puedes construir al menos dos recuerdos. Incluso sabes qué semáforos van más rápido y cuáles más lento, o si en esa terraza han instalado más mesas, o si en ese tramo ha desaparecido una pollería. Por lo tanto, cuesta que la ciudad te sorprenda, porque lo que no resulta ya sorprendente es que el Ayuntamiento trate de lucirse con obras en la fachada marítima o con espectáculos de entretenimiento diversos. Lo que sorprende es comprobar cómo, en el corazón de Barcelona y muy al lado de la Fundación Vila Casas, bajo una fachada de árboles de piedra modernistas, lleva once años funcionando la Barcelona Academy of Art dirigida por Jordi Díaz Alamà. Alamà, como nombre artístico.
Este licenciado en bellas Artes por la UB y formado en la Florence Academy of Art ha dado la vuelta al concepto de academia de arte clásico y ha establecido un núcleo de irradiación de talento internacional en un gran espacio en la calle Ausiàs Marc, donde ya se adivina que el clasicismo, el realismo, no se conforma con la realidad sino con la vida (que no es lo mismo).
Un cuadro de Jordi, mostrando a un hombre pintado con técnica academicista pero con una sorprendente bolsa de McDonald’s (y un vaso de refresco de la misma casa) en el suelo, ya avisa de dónde estamos: venimos a aprender técnica, pero el arte no sólo es técnica. Esta de Jordi, de hecho, es una obra que, en Florencia (la academia donde la presentó), la miraron con malos ojos. Pero finalmente la aceptaron y consiguió su título. Tampoco le aceptaban, por ejemplo, utilizar pinceles sintéticos. Cuando volvió a Barcelona a fundar una academia, decidió que haría algo distinto.
La Barcelona Academy of Art es hoy la primera en el mundo en cantidad de alumnos y sobre todo la más innovadora de las cuatro más importantes
Es inmensa, eso de entrada. Talleres y caballetes y modelos y proyectos en curso, contraluces y figuras y esculturas y sobre todo dibujos, basados en una técnica ancestral que es la base para hacer cualquier otra cosa. Un nivel altísimo, esto es lo que se ve en cada obra en curso. Mucho torso humano, mucha musculatura y mucha curva, algunos objetos agrupados en bodegón, máscaras mortuorias de Beethoven, autorretratos (si es que una obra no es siempre un autorretrato), y sobre todo mucha gente joven. De todas partes.
Bofetadas para entrar. La Barcelona Academy of Art es hoy la primera en el mundo en cantidad de alumnos y sobre todo la más innovadora de las cuatro más importantes. Las ideas son diferentes, los materiales son variables, el programa es singular, la tecnología 2.0 está del todo presente. Alamà encarna el relevo generacional que había pendiente en este sector, a nivel internacional, lo que también le ha valido el nombramiento como nuevo director del Museo Europeo de Arte Moderno (cerca del museo Picasso). También pretende actualizarlo, por supuesto.
Alamà considera que la clave de su éxito ha sido el uso de procedimientos diferentes (tecnología, materiales, ideas), así como la presencia en Barcelona, la luz y el color del Mediterráneo, pero sobre todo el hecho de actualizar el academicismo: no regenarlo, aprenderlo y respetarlo, pero actualizarlo para que sea una base y no un fin en sí mismo. Alamà representa, por así decirlo, la versión renovada de la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi o del Cerce Artístic de Sant Lluc, donde tantos artistas históricos nuestros aprendieron a ser ellos mismos. Se trata ahora de aprender las habilidades de siempre pero poder aplicarlas también a temáticas actuales. La técnica puede ser antigua, clásica, pero las ideas y temas pueden ser contemproáneos. El academicismo se abandonó en su momento porque se repetía demasiado, pero el realismo, dice Alamà, nunca pasará. Que el realismo nunca pase de moda no signifique que la realidad no pase de moda. Y esa es la clave: que la realidad sí cambia.
En la academia, de busca formar a artistas críticos, reflexivos y que sepan transmitir su idea. El realismo sería el lenguaje común que el receptor sabe identificar (que ya es mucho), pero que se vuelva al concepto del estudiante con una base no quita que el objetivo sea hacer obras que emocionen y que el propio artista evolucione. El arte abstracto o las performances, dice Alamà, van y vienen: el realismo, en cambio, se queda. Siempre. El problema que vio Jordi en Florencia no es que la academia viviera demasiado en el pasado, sino que toda la ciudad de Florencia vive allí. No es el caso de Barcelona. Y a mí no podía darme una mejor noticia, tan quejoso que estoy por habernos atascado en el narcisismo hacia Miró, Dalí o Picasso. Ocurren cosas, en Barcelona. Ocurren cosas grandes.
Barcelona, me dice, tiene una tradición pictórica importantísima pero también (insiste) la luz, la historia y una gran oferta cultural. Es un nicho para captar a gente muy joven, aparte de que la academia intenta proponer precios asequibles y presentar una oferta de formación general (ahora tiene 300 operativos, pero durante el año por aquí pasan mil estudiantes, el 80 % venido de fuera, y repartiéndose los cursos de tres años en trimestres).
Han dejado de realizar una prueba de acceso, porque han decidido llegar al alumno desde la base. Sí que se fijan, sin embargo, en la carta de motivación que se presente: la actitud, y las ganas de tener disciplina y constancia. Cualidades que, en tiempos de pereza y de voluntad de obtener resultados inmediatos, se echan de menos. En arte, aparte de la técnica, lo necesario es una paciencia de santo. Lo que no va reñido con, por ejemplo, explorar (como hace Alamà) las posibilidades de la IA: por mucho que el arte será el último espacio que se dejará invadir por esta tecnología, está seguro de que conviene acercarse a ella para ver lo aprovechable.
El inglés es la lengua vehicular en una academia muy participada por norteamericanos y europeos de todas partes, pero también el castellano, debido también a la gran afluencia de latinoamericanos (es la única academia del mundo que también utiliza el castellano en las clases). Las salidas laborales son múltiples, aparte del propio placer creativo: galerismo, docencia, videojuegos, audiovisuales, fotografía, cine… Y otra cosa destacable: a diferencia de la idea clásica de los artistas recelosos de sus trucos, aquí se comparte el conocimiento y nadie se guarda nada. El conocimiento no se roba, sino que se transmite.
Finalmente llegamos al taller de Jordi, fijado en el fondo del espacio, donde empieza a explorar el terreno del expresionismo realista a través de paisajes algo marcianos (después de haber descendido a los realistas infiernos de Dante). Expone en Madrid, Londres, Italia o Figueres, y dice que el realismo, si alguna vez ha llegado a cansarlo, no es para no volver, sino porque la sensación de dominarlo ya le impulsa a explorar nuevos terrenos. Pintar debe consistir en pasárselo bien, pero además es que los ciclos de un pintor se cierran, y al cerrarse también suben de valor en lugar de transformarse en mecanicismo industrial. Desaprender, para encontrar lenguajes expresivos distintos. Sorolla, Rembrandt y Velázquez. Pero también Barceló, Gauguin, Kiefer, Miró. Tener las herramientas y, entonces (sólo entonces), ser un artista. Otra cosa es que, musicalmente, prefiera quedarse con lo sinfónico y no se atreva con el jazz (tiene un saxo colgado en el taller). Ya lo dice él en referencia a la pintura: hasta que no se acabe el solfeo, no puede empezar el juego.