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E
n general, colocar el abrigo encima de los hombros se aprecia como un gesto de distinción. Desde hace unos años, este modo de lucir la chaqueta tan de diva o señorona de los años 50′ se ha recuperado y, en parte, ha sido Melania Trump, desde su llegada a la Casa Blanca, la que ha acabado encabezando la tendencia.
Y no importa tanto la prenda (funciona incluso con una fina rebeca estival), como el hecho de hacerlo (pavonearse como el ave que extiende su cola en forma de abanico). Aumentar el tamaño del cuerpo, el espacio vital que se ocupa, incrementa el nivel de seguridad y dominio de uno mismo y emana un sutil mensaje de empoderamiento al mundo. Con tal propósito, a lo largo de la historia de la indumentaria se han ofrecido numerosas posibilidades para alargar la presencia humana: miriñaques, sombreros de copa, tacones, hombreras…
La primera dama estadounidense se pasea por medio mundo con sus abrigos a modo de capa (agranda la espalda) como si los seguratas que la custodian no fueran suficientes y anhelara algo más de protección. Ni siquiera las mangas vacías -con las que engaña a su marido para no tener que entrelazar sus manos públicamente- que le impiden o acotan su libertad de movimiento y acción se antojan necesariamente como una muestra de debilidad, más bien de ostentación: la realeza y la élite no precisa brazos (para eso tiene siervos…).
Como fiel reflejo social, la moda siempre acaba confrontando arquetipos cada temporada. En estas últimas semanas de frío que quedan, ante la señora clásica, toma cada vez más fuerza la idea de relajar los códigos. Si el abrigo de lana cubre los hombros, los anoraks y plumones los descubren. Firmas como Balenciaga, Dior y Acne Studios subieron la silueta oversize estudiadamente descuidada a la pasarela. Y pese a que esta caída del tejido, actitud tan grunge de “me resbala” (por los brazos hasta los codos), aparentemente choque con la superioridad y autoridad que presta el ensanche de hombros; al final también propicia el pasotismo y la inacción. Afortunados (o no) los que puedan permitírselo.
E
n general, colocar el abrigo encima de los hombros se aprecia como un gesto de distinción. Desde hace unos años, este modo de lucir la chaqueta tan de diva o señorona de los años 50′ se ha recuperado y, en parte, ha sido Melania Trump, desde su llegada a la Casa Blanca, la que ha acabado encabezando la tendencia.
Y no importa tanto la prenda (funciona incluso con una fina rebeca estival), como el hecho de hacerlo (pavonearse como el ave que extiende su cola en forma de abanico). Aumentar el tamaño del cuerpo, el espacio vital que se ocupa, incrementa el nivel de seguridad y dominio de uno mismo y emana un sutil mensaje de empoderamiento al mundo. Con tal propósito, a lo largo de la historia de la indumentaria se han ofrecido numerosas posibilidades para alargar la presencia humana: miriñaques, sombreros de copa, tacones, hombreras…
La primera dama estadounidense se pasea por medio mundo con sus abrigos a modo de capa (agranda la espalda) como si los seguratas que la custodian no fueran suficientes y anhelara algo más de protección. Ni siquiera las mangas vacías -con las que engaña a su marido para no tener que entrelazar sus manos públicamente- que le impiden o acotan su libertad de movimiento y acción se antojan necesariamente como una muestra de debilidad, más bien de ostentación: la realeza y la élite no precisa brazos (para eso tiene siervos…).
Como fiel reflejo social, la moda siempre acaba confrontando arquetipos cada temporada. En estas últimas semanas de frío que quedan, ante la señora clásica, toma cada vez más fuerza la idea de relajar los códigos. Si el abrigo de lana cubre los hombros, los anoraks y plumones los descubren. Firmas como Balenciaga, Dior y Acne Studios subieron la silueta oversize estudiadamente descuidada a la pasarela. Y pese a que esta caída del tejido, actitud tan grunge de “me resbala” (por los brazos hasta los codos), aparentemente choque con la superioridad y autoridad que presta el ensanche de hombros; al final también propicia el pasotismo y la inacción. Afortunados (o no) los que puedan permitírselo.