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este comentario le ocurre un poco lo que a Woody Allen, y tampoco le inquieta el éxito o el fracaso de “Rifkin’s Festival” en la taquilla, y solo tiene la intención de predisponer a quien lo lea y a quien la vea para un mayor disfrute de sus virtudes, de sus reflexiones y de su mirada inteligente a la vejez, al arte, a los sucedáneos que pretenden pasarse por arte y a los viejos maestros del cine europeo.
El argumento de la película ocurre durante la celebración en San Sebastián de su Festival de Cine, y el protagonista es un hombre casi octogenario que acompaña a su esposa, más joven y animada, que trabaja como publicista de un pretencioso director francés con el que tiene una aventura. En fin, eso sería una sinopsis mal contada, porque Woody Allen lo que muestra al principio de la película es una sesión de este anciano con su psiquiatra neoyorquino, al que le cuenta lo que veremos en la pantalla, y ahí empieza y acaba la historia, en el diván del psiquiatra (por otra parte, un territorio tan propio del cine de Woody Allen como el Monument Valley del cine de John Ford).
La anterior obra de Allen, “Un día de lluvia en Nueva York”, era un canto a la juventud, a lo primaveral y a lo romántico, y en esta voltea su alma para hablar de lo contrario, de los achaques de la vejez, de lo otoñal y de lo ilusorio (pero dinámico y eficaz) del flashazo amoroso. Los personajes esenciales son cuatro, el anciano que huele a Woody Allen pero interpreta Wallace Shawn, igual de indeciso, maniático y confuso que él; su esposa, Gina Gherson, una actriz con mirada y gesto golosos; el director francés que encarna con sentido del humor y de la parodia Louis Garrel, y la estrella de la función, Elena Anaya, una atractiva doctora a la que visita con hipocondríaca insistencia ese hombre viejo y náufrago ya en su propio matrimonio.
Para disfrutar de “Rifkin’s Festival” no hay que quedarse en lo efervescente y trivial de su argumento, que, en efecto y como en tantos otros títulos suyos, solo es una excusa para que bailen en él sus habituales reflexiones existenciales, que siempre sirve con grandes dosis de cinismo y su particular sentido del humor: sus opiniones sobre la simpleza de la vida, la amenaza de la muerte, lo turbio de las relaciones amorosas, la obsesión religiosa, la banalidad intelectual o la pretensión del arte “moderno” son solo algunos de los charcos que le encanta pisotear.
“Rifkin’s Festival” también le procurará motivo de gozo a aquellos que aún conservan una mirada nostálgica al viejo cine europeo y a sus figuras clásicas, como Bergman, Fellini, Truffaut, Godard o Buñuel. Su personaje central, el anciano que nos cuenta (en sesión terapéutica con su psiquiatra) sus días en el Festival de San Sebastián, y que añora su pasado como profesor de Cine en la Universidad, adorna su relato con ensoñaciones de esas viejas películas y “revive” algunos de sus grandes momentos con los personajes y circunstancias de su aventura donostiarra.
Aquí se luce Woody Allen, pues pone en escena (calca) secuencias de “Jules et Jim”, de “À bout de souffle”, “El ángel exterminador”, “Persona”… , con sus actores, Elena Anaya, Louis Garrel, Gina Gershon y Wallace Shawn…, en un gracioso intercambio de papeles con Jeanne Moreau, Liv Ullman, Bibi Andersson, Belmondo, Jean Seberg, con la excepcional guinda de ver a Christoph Waltz en el papel de Muerte en la célebre escena de ajedrez en “El séptimo sello”.
Y si todo esto no le resulta suficiente al espectador para divertirse con la última película de Allen, disfrutará, sin duda, de esa mezcla de mirada que el gran fotógrafo Vittorio Storaro y la inteligencia de Woody Allen arrojan sobre la ciudad de San Sebastián, tan hermosa, luminosa y “turística” como aquella otra que le lanzó fresca, divertida y tópica a nuestra ciudad en “Vicky Cristina Barcelona”.