En 1817 se publicó una de las obras más clásicas —ello implica habitualmente ser mucho más citada que leída— en economía: los Principios de economía política y tributación de David Ricardo. El capítulo séptimo contiene la primera formulación del argumento de las ventajas comparativas como explicación de los beneficios del comercio internacional que, dos siglos después, se continúa explicando en todas las facultades de economía del mundo. En esta era de globalización, los defensores de las ganancias de eficiencia derivadas de unos mercados abiertos a menudo toman como referencia inicial esta explicación de hace dos siglos. Otro mensaje de Ricardo es, como destaca desde los primeros párrafos del prólogo del libro, el papel primordial que tiene entre los objetos de estudio de la economía política la cuestión de cómo se distribuye la riqueza generada por la cooperación de los factores de producción entre sí. Comercio y distribución constituyen, pues, dos dimensiones tan centrales como vinculadas. En un mundo como el actual, donde las fricciones generadas por los problemas de desigualdad están a la orden del día e incluso sirven de caldo de cultivo a planteamientos contrarios al comercio y la globalización, tiene plena vigencia rememorar los mensajes del financiero, economista y parlamentario británico David Ricardo.
PRODUCCIÓN Y DISTRIBUCIÓN
Uno de los éxitos de los Principios de Ricardo y que a primera vista podría parecer dudoso pero implica un reconocimiento excepcional, es que se convirtieron en la referencia de la economía política contra la que disparaban los planteamientos que se querían presentar como alternativos. Así lo hicieron los marginalistas desde 1870 y también de manera destacada John M. Keynes: Ricardo es el primer autor que aparece mencionado en la Teoría general (1936), en la que formula los planteamientos keynesianos como contrapuestos a la «teoría que culminó en Ricardo» y que, siguiendo a Marx, califica de «economía clásica». Pero incluso con esta tendencia —demasiado frecuente— de simplificar al adversario para revalorizar las posiciones propias, Keynes reconoce que hay que distinguir entre la «tradición ricardiana» y las formulaciones originales de Ricardo, con especial énfasis en el punto central de la inseparabilidad entre los aspectos de producción y distribución. Keynes se refiere a una carta de Ricardo a Malthus —un intercambio epistolar que aún hoy merece ser leído— de octubre de 1820 en el que Ricardo insiste en que «el verdadero objeto de la ciencia [económica]» es el de las «porciones relativas».
De hecho, los Principios publicados en 1817 tuvieron como instigador principal a James Mill —padre de John Stuart Mill—, que instó a Ricardo a ampliar un opúsculo publicado en 1815 y conocido habitualmente como Ensayo sobre el beneficio, con un título completo que hacía referencia a los efectos de un bajo precio de los cereales en los beneficios y, en general, en la distribución de la renta entre propietarios de la tierra, asalariados e industriales. En 1815 supuso el detonante de muchas polémicas la discusión y aprobación de las leyes de cereales —corn laws—, que introdujeron un grado importante de proteccionismo y penalizaron las importaciones de cereales más baratos que competían con lo que se producían en Gran Bretaña. Los debates evidenciaron que detrás de las posiciones contrapuestas entre defensores del libre comercio y partidarios del proteccionismo había intereses no solo económicos sino también sociopolíticos y de «modelo de sociedad». En el texto de 1815, Ricardo criticaba con vehemencia un proteccionismo que beneficiaba a los terratenientes británicos: «Lamento muchísimo que se permita a los intereses de una clase determinada de la sociedad impedir el progreso de la riqueza y la población del país». Ricardo apostaba por el motor de progreso que significaba la innovación tecnológica de la Revolución Industrial, y destacaba la importancia de contar con recursos suficientes para ir financiando esta nueva dinámica, cosa que se podía conseguir más fácilmente con unas importaciones sin restricciones de cereales baratos que, al abaratar los gastos de alimentación que entonces significaban una parte mucho más sustancial que ahora de la «cesta de la compra», contuvieran los costes salariales y permitieran unas ganancias industriales que, adecuadamente reinvertidas, fueran avanzando en la modernización de la economía y la sociedad. En el trasfondo de los debates sobre libre comercio o proteccionismo había, pues, una pugna sociopolítica entre la tradicional aristocracia terrateniente y la emergente burguesía industrial.
SISTEMA UNIVERSAL DE COMERCIO
La argumentación de Ricardo a favor de la apertura comercial contenía aspectos de formulaciones generales y otras más específicas. Entre las declaraciones más ampulosas, consta una aplicación de los principios de la «mano invisible» de Adam Smith en el comercio: «Bajo un sistema de comercio perfectamente libre», que cada país busque su propio interés; «se conecta admirablemente con el bien universal del conjunto…», difunde el beneficio general y vincula «la sociedad universal de naciones en todo el mundo civilizado», según leemos en el capítulo séptimo de los Principios. En un nivel más concreto, en los textos de Ricardo abundan comparaciones entre los efectos positivos del progreso tecnológico y del comercio internacional. De hecho, se trata de los dos mecanismos presentados como los más potentes para superar la famosa y temida tendencia a los rendimientos decrecientes, sobre todo en la explotación de tierras para el cultivo de productos alimenticios.
Menos conocida es la idea de Ricardo de que los beneficios más notables del comercio internacional están relacionados con la posibilidad de rebajar los precios de los productos que consumen básicamente los sectores más modestos de la sociedad, principalmente los asalariados, ya que de esta manera contribuyen a mantener el poder adquisitivo de los salarios —los salarios reales— con modestas variaciones de los salarios nominales, y el consiguiente efecto positivo en los beneficios industriales. En un mundo como el de las últimas décadas, en el que la modesta evolución salarial —e incluso el estancamiento de algunos indicadores—ha sido objeto de controversia, y en el que el papel de las «importaciones baratas» procedentes a menudo de economías asiáticas ha permitido mantener algunos estándares de poder adquisitivo, la argumentación de hace dos siglos de Ricardo mantiene una renovada vigencia. Precisamente, una de las polémicas de los últimos tiempos es la de si los efectos del comercio internacional han sido pro-poor —incrementando el poder adquisitivo de los segmentos de menor renta— o si los efectos deseados por Ricardo no se han producido, con los análisis de resultados contrapuestos. En todo caso, un aspecto destacable de las formulaciones ricardianas es que las ganancias del comercio internacional se buscan inicialmente por la vía de las importaciones baratas, y no tanto —o al menos no principalmente o exclusivamente— por la vía de las facilidades para exportar. De hecho, algunas formulaciones recientes que destacan a menudo que las importaciones baratas y eficientes facilitan las posteriores exportaciones, al convertirse en más competitivas en las industrias, ya encajarían con los planteamientos de Ricardo. El papel de las «importaciones como motor de exportaciones» contribuye a disipar alguna contraposición maniquea entre exportaciones e importaciones que a menudo escuchamos y que amenaza con desembocar en rebrotes de tentaciones mercantilistas o proteccionistas.
VENTAJAS COMPARATIVAS
La famosa teoría de las ventajas comparativas como explicación de por qué a los países les conviene más especializarse y comerciar que intentar ser autosuficientes o autárquicos tiene un punto delicado, en el que entra en acción en situaciones en las que no hay un país más eficiente que el otro en cada bien, sino que un país puede tener mayor productividad en un amplio grupo de sectores. A principios del siglo XIX la asimetría entre una Inglaterra que estaba haciendo la Revolución Industrial y otros países que no habían llegado a ella hacía que fuera más eficiente producir en Inglaterra prácticamente cualquier producto. ¿Cerraba ello el camino a la posibilidad de un comercio internacional en el que todos los participantes salieran ganando? La gran aportación analítica de Ricardo fue demostrar que incluso en este caso salía a cuenta para todos los participantes —y para el conjunto de la economía internacional— que el país más productivo se especializara en el producto con el que disponía de un margen de ventaja superior —ventaja comparativa— y dejase al país más atrasado la especialización en otro producto en el que la diferencia de nivel tecnológico no fuera tan importante. A raíz de este argumento surge el ejemplo clásico que formula la recomendación de que Inglaterra se dedicara a los textiles y dejara a Portugal la producción de los vinos. Una implicación de esta formulación es su carácter «políticamente correcto»: incluso los países con más bajo nivel tecnológico tienen un lugar en las pautas de división internacional del trabajo. La presentación del comercio internacional como un «juego de suma positiva» en el que todos los participantes pueden ganar —a pesar de sus asimetrías— se ha convertido en uno de los argumentos poderosos en favor de un sistema comercial abierto, en clara contraposición a las formulaciones que ven en el comercio internacional un mecanismo de explotación o «intercambio desigual». Pero hay que recordar que los aspectos distributivos son —además de las ganancias de eficiencia— centrales en los planteamientos de Ricardo. Más allá de los temas de comercio y distribución, en la tercera edición de los Principios, en 1821, Ricardo introdujo un nuevo capítulo sobre «la cuestión de la maquinaria»: expresaba algunas dudas sobre si los beneficios de la creciente implantación de máquinas llegarían a todos los segmentos de la sociedad. Un tema que también, casi dos siglos después, vuelve a tener una notable vigencia.