Tráfico de mercancías en las calles de Nueva Delhi, India. Foto de Igor Ovsyannykov

200 años de los Principios de Ricardo: comercio y distribución

En un mundo donde las fricciones generadas por los problemas de desigualdad incluso dan lugar a planteamientos contrarios al comercio y la globalización, tiene plena vigencia rememorar las lecciones del financiero, economista y parlamentario británico David Ricardo. Su presentación del comercio internacional como un «juego de suma positiva» es un argumento poderoso en favor de un sistema comercial abierto.

En 1817 se publicó una de las obras más clásicas —ello implica habitualmente ser mucho más ci­tada que leída— en economía: los Principios de economía política y tributación de David Ricardo. El capítulo séptimo contiene la pri­mera formulación del argumento de las ventajas comparativas como explicación de los beneficios del co­mercio internacional que, dos siglos después, se continúa explicando en todas las facultades de economía del mundo. En esta era de globalización, los defensores de las ganancias de eficiencia derivadas de unos merca­dos abiertos a menudo toman como referencia inicial esta explicación de hace dos siglos. Otro mensaje de Ricardo es, como destaca desde los primeros párrafos del prólogo del libro, el papel primordial que tiene entre los objetos de estudio de la economía política la cuestión de cómo se distribuye la riqueza gene­rada por la cooperación de los facto­res de producción entre sí. Comercio y distribución constituyen, pues, dos dimensiones tan centrales como vinculadas. En un mundo como el actual, donde las fricciones genera­das por los problemas de desigual­dad están a la orden del día e incluso sirven de caldo de cultivo a plantea­mientos contrarios al comercio y la globalización, tiene plena vigencia rememorar los mensajes del finan­ciero, economista y parlamentario británico David Ricardo.

Retrato del economista británico David Ricardo hacia el 1821, de Thomas Phillips.

PRODUCCIÓN Y DISTRIBU­CIÓN

Uno de los éxitos de los Prin­cipios de Ricardo y que a primera vista podría parecer dudoso pero implica un reconocimiento excep­cional, es que se convirtieron en la referencia de la economía política contra la que disparaban los plan­teamientos que se querían presentar como alternativos. Así lo hicieron los marginalistas desde 1870 y tam­bién de manera destacada John M. Keynes: Ricardo es el primer autor que aparece mencionado en la Teo­ría general (1936), en la que formula los planteamientos keynesianos como contrapuestos a la «teoría que culminó en Ricardo» y que, siguien­do a Marx, califica de «economía clásica». Pero incluso con esta ten­dencia —demasiado frecuente— de simplificar al adversario para revalo­rizar las posiciones propias, Keynes reconoce que hay que distinguir entre la «tradición ricardiana» y las formulaciones originales de Ricardo, con especial énfasis en el punto cen­tral de la inseparabilidad entre los aspectos de producción y distribu­ción. Keynes se refiere a una carta de Ricardo a Malthus —un intercambio epistolar que aún hoy merece ser leído— de octubre de 1820 en el que Ricardo insiste en que «el verdadero objeto de la ciencia [económica]» es el de las «porciones relativas».

Portada del libro Sobre los principios de economía política y tributación de David Ricardo, 1817

De hecho, los Principios publica­dos en 1817 tuvieron como instiga­dor principal a James Mill —padre de John Stuart Mill—, que instó a Ricar­do a ampliar un opúsculo publicado en 1815 y conocido habitualmente como Ensayo sobre el beneficio, con un título completo que hacía refe­rencia a los efectos de un bajo precio de los cereales en los beneficios y, en general, en la distribución de la renta entre propietarios de la tierra, asalariados e industriales. En 1815 supuso el detonante de muchas polémi­cas la discusión y aprobación de las leyes de cereales —corn laws—, que introdujeron un grado importante de proteccionismo y penalizaron las importaciones de cereales más baratos que competían con lo que se producían en Gran Bretaña. Los debates evidenciaron que detrás de las posiciones contrapuestas entre defensores del libre comercio y par­tidarios del proteccionismo había intereses no solo económicos sino también sociopolíticos y de «modelo de sociedad». En el texto de 1815, Ricardo criticaba con vehemencia un proteccionismo que beneficiaba a los terratenientes británicos: «La­mento muchísimo que se permita a los intereses de una clase determi­nada de la sociedad impedir el pro­greso de la riqueza y la población del país». Ricardo apostaba por el motor de progreso que significaba la inno­vación tecnológica de la Revolución Industrial, y destacaba la importan­cia de contar con recursos suficien­tes para ir financiando esta nueva dinámica, cosa que se podía conseguir más fácilmente con unas importa­ciones sin restricciones de cereales baratos que, al abaratar los gas­tos de alimentación que entonces significaban una parte mucho más sustancial que ahora de la «cesta de la compra», contuvieran los costes salariales y permitieran unas ganan­cias industriales que, adecuadamen­te reinvertidas, fueran avanzando en la modernización de la economía y la sociedad. En el trasfondo de los debates sobre libre comercio o pro­teccionismo había, pues, una pugna sociopolítica entre la tradicional aristocracia terrateniente y la emer­gente burguesía industrial.

SISTEMA UNIVERSAL DE CO­MERCIO

La argumentación de Ricardo a favor de la apertura comercial contenía aspectos de formulaciones generales y otras más específicas. Entre las declaraciones más ampu­losas, consta una aplicación de los principios de la «mano invisible» de Adam Smith en el comercio: «Bajo un sistema de comercio perfectamente libre», que cada país busque su propio interés; «se conecta admi­rablemente con el bien universal del conjunto…», difunde el beneficio general y vincula «la sociedad uni­versal de naciones en todo el mundo civilizado», según leemos en el ca­pítulo séptimo de los Principios. En un nivel más concreto, en los textos de Ricardo abundan comparacio­nes entre los efectos positivos del progreso tecnológico y del comercio internacional. De hecho, se trata de los dos mecanismos presentados como los más potentes para superar la famosa y temida tendencia a los rendimientos decrecientes, sobre todo en la explotación de tierras para el cultivo de productos alimenti­cios.

Menos conocida es la idea de Ricardo de que los beneficios más notables del comercio internacional están relacionados con la posibili­dad de rebajar los precios de los pro­ductos que consumen básicamente los sectores más modestos de la sociedad, principalmente los asalariados, ya que de esta manera contribuyen a mantener el poder ad­quisitivo de los salarios —los salarios reales— con modestas varia­ciones de los salarios nominales, y el consi­guiente efecto positivo  en los beneficios industriales. En un mundo como el de las últimas déca­das, en el que la modesta evolución salarial —e incluso el estancamiento de algunos indicadores—ha sido objeto de controversia, y en el que el papel de las «importaciones baratas» pro­cedentes a menudo de economías asiáticas ha permitido mantener algunos estándares de poder adqui­sitivo, la argumentación de hace dos siglos de Ricardo mantiene una re­novada vigencia. Precisamente, una de las polémicas de los últimos tiempos es la de si los efectos del comercio internacional han sido pro-poor —incremen­tando el poder adquisi­tivo de los segmentos de menor renta— o si los efectos deseados por Ricardo no se han producido, con los análisis de resultados contrapuestos. En todo caso, un aspecto destacable de las formula­ciones ricardianas es que las ganan­cias del comercio internacional se buscan inicialmente por la vía de las importaciones baratas, y no tanto —o al menos no principalmente o exclusivamente— por la vía de las facilidades para exportar. De hecho, algunas formulaciones recientes que destacan a menudo que las importa­ciones baratas y eficientes facilitan las posteriores exportaciones, al convertirse en más competitivas en las industrias, ya encajarían con los planteamientos de Ricardo. El papel de las «importaciones como motor de exportaciones» contribuye a disi­par alguna contraposición maniquea entre exportaciones e importacio­nes que a menudo escuchamos y que amenaza con desembocar en rebro­tes de tentaciones mercantilistas o proteccionistas.

VENTAJAS COMPARATIVAS

La famosa teoría de las ventajas comparativas como explicación de por qué a los países les conviene más especializarse y comerciar que intentar ser autosuficientes o autárquicos tiene un punto delicado, en el que entra en acción en situaciones en las que no hay un país más efi­ciente que el otro en cada bien, sino que un país puede tener mayor productividad en un amplio grupo de sectores. A principios del siglo XIX la asime­tría entre una Inglaterra que estaba haciendo la Revolución Industrial y otros países que no habían llegado a ella hacía que fuera más eficiente producir en Inglaterra prácticamente cualquier producto. ¿Cerra­ba ello el camino a la posi­bilidad de un comercio internacional en el que todos los participantes salieran ganando? La gran aportación ana­lítica de Ricardo fue demostrar que incluso en este caso salía a cuenta para todos los participantes —y para el conjunto de la economía interna­cional— que el país más productivo se especializara en el producto con el que disponía de un margen de ventaja superior —ventaja compara­tiva— y dejase al país más atrasado la especialización en otro producto en el que la diferencia de nivel tecnoló­gico no fuera tan importante. A raíz de este argumento surge el ejemplo clásico que formula la recomenda­ción de que Inglaterra se dedicara a los textiles y dejara a Portugal la producción de los vinos. Una im­plicación de esta formulación es su carácter «políticamente correcto»: incluso los países con más bajo nivel tecnológico tienen un lugar en las pautas de división internacional del trabajo. La presentación del comer­cio internacional como un «juego de suma positiva» en el que todos los participantes pueden ganar —a pesar de sus asimetrías— se ha convertido en uno de los argumentos poderosos en favor de un sistema comercial abierto, en clara contraposición a las formulaciones que ven en el comercio internacional un mecanis­mo de explotación o «intercambio desigual». Pero hay que recordar que los aspectos distributivos son —ade­más de las ganancias de eficiencia— centrales en los planteamientos de Ricardo. Más allá de los temas de comercio y distribución, en la terce­ra edición de los Principios, en 1821, Ricardo introdujo un nuevo capítulo sobre «la cuestión de la maquinaria»: expresaba algunas dudas sobre si los beneficios de la creciente implanta­ción de máquinas llegarían a todos los segmentos de la sociedad. Un tema que también, casi dos siglos después, vuelve a tener una notable vigencia.