Domènech i Montaner, eterno arquitecto

Hay que celebrar como es debido los cien años de la muerte de nuestro mejor arquitecto, Domènech i Montaner

Considero a Lluís Domènech i Montaner nuestro mejor arquitecto y uno de los hombres más geniales de la historia del arte catalán. En este pequeño país nuestro, de taquillas excluyentes, el solo hecho de que alguien escriba la frase precedente implicará el habitual tsunami de gaudinianos indignados a quienes parecería imposible vislumbrar algo más allá de la trona de su beato. Entiendo que el tic de hacer ránkings y comparativas entre iconos parezca cosa de niños, pero ya me perdonaréis: el naturalismo gaudiniano –con aquellas ensaladas insufribles de florecitas, la enfermiza dependencia de la Virgen María y la consecuente cursilería católica– siempre me ha provocado dolor de estómago (poco ha ayudado, dicho sea de paso, la barrabasada nauseabunda de pastiches con la que un grupo de sabios ha transformado la Sagrada Familia en una auténtica mona de pascua; espero que la posteridad sea muy dura con su negligencia).

Bien, vayamos al grano. A pesar de la dependencia de la cosa silvestre y una cierta nostalgia de la ética payesa, en la obra de Domènech siempre se acaba imponiendo la razón apasionada y la fuerza del cálculo. Es necesario agradecer esta ciencia a su progenitor, labrador del campo, pero que enseguida vislumbró como la naturaleza se desarrolla mejor en las máquinas, convirtiéndose así en uno de los mejores encuadernadores de su tiempo. En la Escuela Gavalotti, Domènech estudió con mi colega Francesc Xavier Llorens Barba, un señor que tuvo la bondad de enseñar ironía socrática y sentido común en este puto país de románticos. De la formación y técnica de Domènech se ha escrito un montón; a mí particularmente me exalta su afición bibliófila, porque el arquitecto gastaba una auténtica adicción en saber más de cosas como la heráldica y, a diferencia de muchos coetáneos, se esforzó muchísimas horas en religar su arte al de los maestros medievales.

Es quizá esta conexión con el románico y las raíces más profundas del país (aprendida en los estudios del paleógrafo Jean-Auguste Brutails) lo que más me conmueve de la obra de Domènech. Si tuviera tiempo suficiente me calzaría las chirucas y me lo estudiaría durante un lustro; intuyo que Domènech, pese a la tirria que le tenían los novecentistas, es la encarnación artística más sólida del pensamiento catalán, incluso de teóricos que le sobrevivirían mucho tiempo como Dalí o Pujols (es una lástima que no sea rico, porque me podría pasar muchas horas estudiándolo). Charlando con su bisnieto, el también arquitecto Lluís Domènch Girbau, éste me cuenta que vale la pena rescatar los discursos inaugurales de su ancestro cuando fue presidente del Ateneu, sobre todo para ver cómo el arquitecto se iba distanciando de sus compañeros pactistas de la Lliga para convertirse en independentista, como cualquier catalán normal. 

El recinto modernista de Sant Pau, obra maestra de Domènech i Montaner. ©Robert Ramos

Toda esta mandanga, lo debéis imaginar, viene a cuento por el hecho de que este año celebramos el centenario de la muerte de Domènech i Montaner y se’ns gira molta feina. A partir del 22 de junio, el Colegio de Arquitectos expondrá el legado documental de nuestro artista en una exposición que tiene muy buena pinta. A la espera de esta muestra, hoy mismo nos dispondremos a precipitarnos en la Casa Padellàs del MUHBA, donde hasta agosto puede verse un espacio dedicado a diferentes proyectos urbanistas de nuestro genio. También resulta imperativo dirigirse a admirar las Columnes d’August en la calle Paradís número 10 (encontradas a finales del XIX mientras se construía el Centro Excursionista de Catalunya), el punto neurálgico del proyecto de núcleo urbanístico eminentemente romano que Domènech había imaginado para nuestra ciudad. También espero con infantil ilusión la instalación artística que prepara ahí nuestro docto Toni Llena.

Intuyo que Domènech, pese a la tirria que le tenían los novecentistas, es la encarnación artística más sólida del pensamiento catalán, incluso de teóricos que le sobrevivirían mucho tiempo como Dalí o Pujols

Por mucho que los deseos urbanísticos de Domènech hubieran implicado derribar mi actual casa, ya me diréis si no puede caerme bien un hombre que pretendía convertir Ciutat Vella en una explanada urdida como un parque de columnas romanas. Menudo pájaro era Lluís. Mi condición de fan, lo he de reconocer, me viene de lejos; he vivido casi toda la vida a la sombra de la Editorial Montaner i Simón, actual sede de la Fundació Tàpies y uno de los edificios más bellos del Eixample. A estas alturas de la película, hablar sobre la admiración que provoca entrar en el Palau de la Música o en el recinto de Sant Pau resulta necio. Pero reclamo el deber de ir un poco más allá de los musts, porque el Cafè Restaurant, y los acabados del Palau Montaner son una fucking obra maestra. ¿Y qué me decís de la tribuna volada de la planta principal de can Solà-Morales en Olot o la reforma interior de la casa Macià en Lleida? Lo que hace ahí Domènech es de otro mundo.

Celebremos, pues, el cumpleaños de nuestro arquitecto como dios manda. Es una auténtica lástima, y ​​si no lo escribo explotaré, que en esta magna ocasión el MNAC no haya aprovechado la efeméride para organizar la exposición retrospectiva que merece este enorme artista. Esperaremos al próximo aniversario, qué remedio. Siempre nos toca esperar.  

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Bernat Dedéu

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