Adam Zagajewski se asoma a la Rambla desde el Centro de Arte Santa Mònica. Las copas de los plátanos de hojas amarillas convergen en la silueta de la estatua de Colón, con su dedo broncíneo señalando el mar. El poeta polaco ha vivido siempre sobre tierras movedizas. Nacido hace sesenta y nueve años en Lviv, la Conferencia de Yalta que regaló media Europa a los soviéticos, obligó a su familia a trasladarse a Gliwice. En 1945, sus primos, abuelas, tíos y vecinos se reencontraron en aquella ciudad que acababa de ser prusiana: “En la escuela yo estudiaba ruso y latín; además, tomaba clases particulares de inglés y alemán. El hecho de que mi familia se hubiera trasladado —obligada a ello— de Lviv a Gliwice ilustraba bien las grandes transformaciones que se habían producido. Mis mayores perdieron la memoria, apesadumbrados en aquella fea ciudad donde iban a morir…”.
Después de Gliwice vendría Cracovia: el joven Adam Zagajewski estudia Filosofía. En los años setenta se une al movimiento opositor al régimen comunista: “Me sentía bien como persona, pero no acababa de sentirme escritor. Me resultaba difícil conciliar política y literatura…”. Coautor junto con Julian Kornhauser del impactante manifiesto El mundo no representado, en Polonia le identifican con la Generación del 68, pero su rebeldía tiene poco que ver con la Sorbona. En los países del Pacto de Varsovia, puntualiza, “protestábamos porque la tradición había sido traicionada, pero no en el sentido de los museos o las costumbres burguesas, sino en lo que atañe a la decencia del ser humano. En cambio, los estudiantes de París sólo combatían la tradición”.
Su firma, en 1975, de la Carta de los 59 le conduce al exilio en París. La mirada del poeta se despliega en más ciudades: Berlín, Houston y Chicago, en cuya universidad imparte literatura. Recuerda el Berlín occidental de los primeros ochenta como “una extrañísima síntesis de la antigua capital prusiana con una ciudad frívola, fascinada por Manhattan y las vanguardias: a veces tenía la sensación de que los intelectuales y los artistas locales veían el Muro como una ocurrencia más de Marcel Duchamp”.
En París —donde reside actualmente—, Zagajewski experimenta el secreto de la eterna juventud. En Houston y Chicago, la pasión americana de sus lecturas juveniles. Cuando los atentados del 11-S, el poeta rinde tributo a las víctimas. En aquella página del New Yorker, donde normalmente aparecían viñetas de humor, el escritor y profesor de 69 años recupera versos de una infancia marcada también por la destrucción. Aquellos días de ceniza inspiraban una inédita épica de la compasión: “Intenta celebrar el mundo mutilado / Recuerda los largos días de junio / Y las fresas silvestres, las gotas de vino rosé / Las ortigas que con esmero cubrían / las fincas abandonadas de los exiliados”.
Aunque sus obras se habían vertido en lengua inglesa, Zagajewski no era todavía un poeta conocido. Cuando el editor Jaume Vallcorba lo incluye en el catálogo de Acantilado, su poemario Deseo se sitúa entre los más vendidos. Los poemarios Ir a Lviv, Lienzo, Tierra del fuego, Deseo, Antenas y Mano invisible se conjugan con los ensayos —literarios o memorialísticos— Solidaridad y soledad, En busca del fervor y Dos ciudades. Frente al “sálvese quien pueda”, el autor reivindica cierto heroísmo solitario; una lírica teñida por los recuerdos: compone un poema con las entradas de una enciclopedia de las trágicas paradojas europeas. Haber nacido en la Polonia roturada por los totalitarismos imprime carácter. De nuevo, la mutilación… “En otoño cogías bellotas en el parque y las hojas / se arremolinaban en las cicatrices de la tierra. / Celebra el mundo mutilado, / y la pluma gris que un tordo ha perdido, / y la luz delicada que yerra y desaparece / y regresa”.
Cuando su editor, el añorado Vallcorba, afrontó el último verano, Adam Zagajewski le dedicó “Chacona”, poema incluido en su último libro, Asimetría, que vio la luz hace pocos meses. El poeta imagina a Bach “en el aire rancio de una oscura iglesia / solitario como el piloto de un avión que lleva el correo” tocando el teclado del órgano. Solitario y solidario, en este poemario sigue recontando pérdidas como en su anterior entrega, Mano invisible. Toponimias en polaco, francés, inglés, alemán… Las cuatro ciudades de una vida, cuatro periscopios para otear el mundo: “El primero, en Polonia, me muestra mi tradición familiar. El segundo, Berlín, me abre a la literatura alemana, a su poesía y su —ya olvidado— afán de infinito. El tercero, París, el paisaje de la cultura francesa, con su inteligencia perspicaz y su moralidad jansenista. El cuarto, Houston y Chicago es Shakespeare, Keats y Robert Lowell, a la literatura en concreto, de la pasión y la conversación…”.
“El lenguaje, como el sol, puede confortar a muchos seres humanos. El encantamiento del mundo es un deber del poeta”
Al Marx que inspiró barbaries con rostro humano lo imagina en el último invierno de un Londres húmedo y gélido: “Sospechaba haber propuesto al mundo / tan sólo una nueva forma de la desesperanza”, escribe Zagajewski. Frente al populismo de izquierdas que mantiene vivo al autor de El capital responde con la autoridad de quien padeció el “socialismo real”. Volver a Marx le parece “una idea reaccionaria porque se limita a resucitar viejas utopías, una repetición mecánica de sistemas que ya fracasaron”. La Europa que titubea ante un Putin con las manos sobre Ucrania y la espita del gas no le ha hecho perder la esperanza. Su poema “Europa ya se está durmiendo” es un antídoto contra el antiamericanismo de pancarta: “Cuando Europa por fin duerma profundamente, / América velará / sobre el pobre y callado mundo, / con recelo, como una hermana pequeña”. Crecido entre los rescoldos del Holocausto, Zagajewski se negó a creer que después de todo eso era imposible escribir poesía: “Polonia se convirtió en un inmenso cementerio judío, el país de la Shoah. Tras la capitulación del gueto, lo que quedaba de población se dirigió a los campos de exterminio y la Wehrmacht convirtió Varsovia en un océano de ruinas. La naturaleza reconquistó la ciudad: entre los escombros de los edificios anidaron pájaros y florecieron plantas: ¡Un auténtico paraíso para los ecologistas!”. A los poetas decorativos, opone la transparencia de sus admirados Herbert y Milosz: “No vivimos para ella, sino para escuchar a otro ser humano. Es un vehículo que no debe ser alabado y menos aún, Dios no lo quiera, loado…”. La poesía como supervivencia: “En lugar del mármol, disponemos de metáforas y símiles. Las ruinas sirven en muchos casos para construir una nueva ciudad. El lenguaje, como el sol, puede confortar a muchos seres humanos. El encantamiento del mundo es un deber del poeta. Cuando dejamos de nombrar el mundo este nos deshereda y entonces sólo nos queda una retórica vacía, un sonido hueco…”.
Zagajewski vuelve a pasear la mirada sobre la Rambla. Le indicamos que enfrente, tapado por los árboles, está el hotel Cuatro Naciones: allí se hospedó Chopin con George Sand en su escala barcelonesa rumbo a Mallorca. Hablamos de España. Su poema “Banderas” describe “arrugadas sábanas de héroes” que nos tapan los ojos… Para este poeta errante, la boat people es la única nación sin nacionalismo: “Me resulta difícil analizar los grados del patriotismo. Tampoco puedo condenar a los patriotas de buena fe aunque hay una delgada línea roja entre ese patriotismo bienintencionado y la locura del nacionalismo que proclama que somos los mejores…”.
Galardonado en 2010 con el premio Europa de poesía, habitual en las quinielas del Nobel, Adam Zagajewski entra en la sala donde recitará sus poemas. Leve carraspeo. El poeta vuelve a tener ocho años… “No tenía talento para la música. / Mejor que estudie lenguas…”. Tras aquella clase insatisfactoria, el niño-transeúnte de la ciudad de Gliwice volvió a su casa cabizbajo: “Y pensaba con amargura, con satisfacción, / que sólo me quedaba la lengua, sólo las palabras, imágenes / tan sólo el mundo…”. El mundo, nada menos.