Opinión

Padre Coraje y sus hijos (se van de rave)

A pesar de sus excesos e incongruencias, 'Sirât' ha devuelto el cine al frondoso terreno de las ideas

Antes de referirnos a las imágenes, fijémonos en el sonido. Hay, en la película Sirât, un afán por devolvernos al latido de la percusión. Primero se nos impone con una deliciosa vomitera de imágenes empalagosas de una rave en el desierto (como ocurre con el minimalismo, el tumba-tumba primero da mucha pereza o provoca miedo, hasta que acaba generando sosiego; es como la música de los tambores, que religa lo moderno con el tribalismo vital más arcaico) y después deviene fuera de compás gracias a los chasquidos de las bombas que recaen de nuevo sobre los tullidos del desierto. Releo las palabras anteriores y veo que la frase inicial me ha quedado demasiado larga; porque Óliver Laxe me ha devuelto el placer de ejercitar la sintaxis. Visto que la peli viene precedida de cierto sarao, vamos al grano; a pesar de sus excesos (también de ciertos autoboicots, como un final donde el cineasta se sacude el film de encima), Sirât devuelve la pantalla al frondoso mundo de las ideas.

Continuemos; decía que este filme se impone en la sonoridad. En efecto, las pulsaciones de la fiesta en el desierto (y la música trance, clap o como pollas se diga ahora) es el continuum que regala sentido a la existencia de los últimos buscadores de aventuras, unos utopistas que acaban enfangados de nuevo en la geopolítica, como pasa siempre, a base de hostias. Es normal que el espectador se fije especialmente en esta fauna que viaja y baila compulsivamente, pero la gracia de la creación de Laxe es que la aventura de estos animalitos se equipara a la de un padre coraje que busca a su hija desaparecida para ensayar una redención que huele a clase media del Eixample. Aquí recae la gran idea de este filme, que más allá de la búsqueda por cierta ataraxia con la que la ha vendido el propio cineasta, es un ensayo ético más profundo, que dinamita el heroísmo ridículo de los padres y acaba haciéndoles pagar su hibris, dejándolos casi solos en el tren de la inmigración perdida.

Bienaventurado sea el cineasta quien, en un presente donde las películas parecen episodios de Netflix urdidos en base a un par de ocurrencias (¡uy sí, el Papa de Roma es una señora, uy sí qué cosa más bestia y blablablá¡), ha tenido la temeridad de hacernos pensar un poco y, como dirían los cursis, de alejarnos de nuestra zona de confort. En una entrevista con Agus Izquierdo (comunista desvelado y currante), Laxe sostiene que últimamente le obsesionan las raves y el Corán. Pollas en vinagre, hijito mío, porque las deliciosas escenas finales en el desierto —donde la supervivencia de la especie se ve obligada a toparse con la guerra y en las que incluso el Rousseau de turno acaba abrazando la ley del más fuerte— deben muchísimo al libro del Éxodo. El sentido final de esta bella creación, que podría venderse como un ataque a la razón occidental, resulta profundamente del XVIII; pensabas que tu lucha era salvar a tu hija, cuando el problema residía en ti mismo.

Estoy muy a favor de que Óliver Laxe haya vendido su criatura disfrazándose de gallego espiritista, amante de las brujas, lo misterioso… y toda cuánta mandanga. Pero Sirât también es una buena noticia porque demuestra que el cine independiente de nuestro país, a pesar de las apelaciones culturales más bien regionalistas, es profundamente americano en espíritu. No hace falta ser un genio para ver la deuda de la escultura inicial de la película con el monolito de nuestro querido genio Stanely, de la misma forma que las travesías por el desierto —por muy áridas que parezcan— guardan el clima alegría expansionista de Easy Rider y las escenas paternofiliales son más spielberguianas que los dientes del tiburón. En casa lo celebramos, porque si continúan con ese pulso creativo, los cineastas de la tierra recibirán tarde o temprano alguna oferta de Hollywood, se harán ricos, y así podremos abandonar el habitual pobrismo de la tribu.

Algún crítico dirá que muchas imágenes de Sirât (como el eterno tránsito de las camionetas sobrevolando las piedras o el último baile sobre la arena quemada) se regocijan en la estética sacrificando la coherencia, el discurso y el pensamiento. Quizás tengan razón, pero cabe decir que, si alguna de las bellas artes sacrifica a menudo la coherencia por el artificio, ésta es el cine, sin ninguna duda. Pero diría que todo estos son enmiendas de perepunyetes, porque, tras meses de zamparnos unos bodrios espantosos en las salas de cine, poder vociferar que hay un artista que nos excita la prosa resulta mucho más importante que las apelaciones a la perfección formal. Precipitaros al cine, que esta movida vale la pena. Espero que lo contraten muy pronto los judíos americanos, señor Laxe; no finja ser orgullosos y devuélvales la llamada, que esta peña funciona de maravilla y, si lo pide el guion, son capaces de llenarle una ciudad entera de arena y llantos.

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Publicado por
Bernat Dedéu

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