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La Barcelona que me gusta

No te reúnas con más de seis personas. No hables con extraños. De hecho, ni siquiera te acerques a ellos. Lávate las manos a menudo y cuidado con lo que tocas. A ser posible, no cantes ni grites. Prohibido cenar fuera. ¡Ah! ¡Y te quiero en casa antes de las diez de la noche!

Podrían ser las normas que un padre sobreprotector y autoritario impone a su pobre hijo adolescente, pero en realidad son algunas de las restricciones vigentes desde hace meses para tratar de frenar la expansión del Covid-19.

No pongo en duda que se trate de medidas absolutamente necesarias y que el gobierno, el de aquí y el de allá, en ningún caso pretende limitar las libertades de los ciudadanos. Dicho esto, a menudo me pregunto si este tipo de ola de puritanismo obligado que nos ha traído el coronavirus no ha venido para quedarse. ¿Y si resulta que una vez dejemos atrás la pandemia no nos lanzamos en masa a las calles ni nos entregamos al desenfreno como pronostican algunos expertos ahora no recuerdo de qué?

A menudo me pregunto si este tipo de ola de puritanismo obligado que nos ha traído el coronavirus no ha venido para quedarse

Imaginaos que durante una buena temporada somos una ciudad de personas que sólo se relacionan con la gente de su círculo de confianza, porque “nunca sabes quién puede tener el virus”. Que no quedan para ir a cenar porque “como en casa, en ningún sitio”. Que no salen nunca de noche porque, “como ahora cenamos tan temprano, a las diez ya estamos en la cama”. Que no pisan una pista de baile ni que las maten, porque “con tanta gente allí metida es muy fácil que te contagien algo” o que sólo hacen vacaciones de proximidad, porque “al menos aquí, si te pasa algo, sabes que tienes buenos hospitales cerca”. ¿No os parece terrible?

Pues aún hay algo peor. Imaginaos ahora que la figura del vecino-policía tan en boga en estos últimos tiempos también se perpetúa entre nosotros. Pienso en aquel ciudadano modélico que perpetrado detrás de la persiana de su comedor siempre está listo para denunciar al vecino que saca el perro a hacer pis fuera de su horario, como si se tratara de un delincuente. Que no entiende que los adolescentes, con las hormonas revolucionadas, les sea imposible mantener la distancia de seguridad cuando quedan en el banco de debajo de casa, y les hace fotos a escondidas que comparte en los chats de amigos o familiares para demostrar “lo irresponsable que es la juventud”. Que cuando pasa por una terraza y ve cinco o seis personas en la misma mesa mastica hastiado entre dientes: “Se merecerían acabar en la UCI”. Ojalá, cuando todo esto haya terminado y ya no tengan cobertura legal o moral para fiscalizar a todo el mundo, dejen de expedir carnés de buen ciudadano.

Espero con ansia el regreso de la Barcelona festiva, canalla y gamberra. La que no tiene horas, porque nunca tiene suficiente

Espero con ansia el regreso de la Barcelona festiva, canalla y gamberra. La que no tiene horas, porque nunca tiene suficiente. La que llena bares, restaurantes y discotecas. La que canta y baila rodeada de desconocidos. La que abraza y besuquea. La del vive y deja vivir. La Barcelona que me gusta.

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Publicado por
Francesc Soler

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