Opinión

Unión Europea 1951-2017: ‘Per aspera ad astra’

En tiempos de crisis conviene constatar la trascendencia de la Unión Europea como hecho institucional de nuevo cuño, a la vez supranacional e intergubernamental. Es una organización política que, sin ser una federación y siendo mucho más que una confederación, tiende a la integración económica y unión política de sus miembros para la paz y la prosperidad de Europa

Si Schuman, Monnet o Adenauer hubieran estado presentes cuando se conmemoraron los sesenta años de la firma de los Tratados de Roma el 25 de marzo de 2017, posiblemente se hubieran sentido profundamente conmovidos por el grado de desarrollo de la Europa actual, al observar el presente echando la mirada atrás para valorar la distancia recorrida y la comunidad de destinos que fraguaron los Estados del continente europeo en poco más de medio siglo. En sesenta años, hemos pasado de 6 a 28 Estados miembros, de tres comunidades europeas a la Unión Europea, de una Europa dividida por el telón de acero a la Europa reunificada de la era postsoviética, de los pueblos de Europa a la ciudadanía europea, del mercado común a la unión económica y monetaria. Las visiones más euroescépticas del proceso de integración europea, las de antes y las de ahora, no consiguen borrar el carácter extraordinario de la empresa europea como modo de reorganización de las relaciones entre Estados tras la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial; la innegable trascendencia de la Unión Europea como politeya de nuevo cuño; a la vez supranacional e intergubernamental, comunitaria y cooperativa; una organización política que, sin ser una federación y siendo mucho más que una confederación, tiende a la integración económica y unión política de sus miembros con el fin de mantener la paz y asegurar la prosperidad del continente europeo.

Todo ello a pesar, y gracias también, a las crisis sufridas. La historia de la Europa unida prueba precisamente el efecto catalizador de los momentos de coyuntura crítica. La Declaración Schuman del 9 de mayo de 1950, texto fundacional que sentó las bases del Tratado de París constituyente de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951, fue recibida y pasó a la historia como un bálsamo reparador, una declaración que permitió sellar la reconciliación franco-alemana mediante la creación de una estructura de alcance modesto en términos competenciales —al estar limitada al carbón y el acero—, pero crucial simbólicamente al disponer una fórmula supranacional que permitía superar y relegitimar a la vez el Estado-nación europeo tras el conflicto mundial.

 

Tras la desolación inicial causada por la decisión británica de poner fin a cuarenta años de historia compartida, también se puede entrever que el Brexit, lejos de diluir la construcción europea, reforzará su cohesión y el fundamental eje franco-alemán.

 

Y así, sucesivamente, desde el principio hasta el presente, tal péndulo en movimiento, las grandes etapas del proceso de integración europea replican la misma secuencia. Los mayores saltos cualitativos de la historia de la construcción europea encuentran sus raíces en momentos críticos previos; periodos adversos que la han espoleado a la vez que servido de catarsis. Los dos Tratados de Roma de 1957, fundadores de la Comunidad Económica Europea y de Euratom sirvieron de revulsivo frente al fracaso de la Comunidad Europea de la Defensa de 1952; el Acta Única Europea, que transformó el Mercado Común en Mercado Interior en 1986 a la vez que institucionalizó y formalizó en un único instrumento jurídico —de ahí el nombre de “acta única”— el Mecanismo de Cooperación Política (CPE) de 1970 reactivó, con terapia de choque, la integración tras veinte años de congelación como resultado de la crisis de la silla vacía de 1965 —abandono de las reuniones comunitarias por Francia para bloquear decisiones por mayoría cualificada— y del Compromiso de Luxemburgo de 1966, que era el veto por intereses nacionales. El Tratado de Maastricht que dispuso la creación de la Unión Europea y de una ciudadanía asociada a la pertenencia a la Unión, además de transformar y declinar el antiguo Mecanismo de CPE en la Política Exterior y de Seguridad Común y la Cooperación en Asuntos de Justicia e Interior encuentra su razón de ser en la caída del Muro de Berlín, la implosión del bloque soviético, la guerra en la antigua Yugoslavia y el reposicionamiento de Alemania ante el nuevo orden mundial. En igual sentido, más allá de las teorías monetaristas, la adopción de la moneda única debe ponerse en relación con la reunificación alemana, al igual que la adopción del Tratado de Estabilidad y los avances realizados en materia de unión bancaria desde el año 2012 han de interpretarse a la luz de la crisis económica y financiera iniciada en 2008. Tras la desolación inicial causada por la decisión británica de poner fin a cuarenta años de historia compartida, también se puede entrever que el Brexit, lejos de diluir la construcción europea, reforzará su cohesión y el fundamental eje franco-alemán.

En definitiva, sesenta años de trayectoria común demuestran no solo la extraordinaria capacidad de resistencia de la integración europea ante los envites cíclicos de la historia, sino la fuerza motriz ejercida por las condiciones adversas sobre el propio desarrollo del proceso. Las crisis europeas no han sido el final de la historia. Más bien han contribuido a reafirmar el carácter único de la Europa unida. Volver al origen, definir la idea de Europa, pronunciarse sobre la naturaleza y los fines de su organización política, en definitiva, llevar a cabo un ejercicio ontológico sobre el ser y devenir europeos. A todo ello han servido las crisis, a valorar el presente, anclando la mirada en la memoria y conciencia del pasado.

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Publicado por
Ana Mar Fernández Pasarín

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