La Punyalada

Emily en Barcelona

Darren Star ha vuelto a dar en el clavo con Emily in Paris, una serie que cuenta muchas cosas sobre la supervivencia de la mujer contemporánea en el mundo post-pandémico de una ciudad de postal que se cae a pedazos

En uno de los episodios más célebres de la primera temporada de Sex and City (Valley of the Twenty-Something Guys), Charlotte York llama a su amiga Carrie Bradshaw contrariada porque un aspirante a marido perfecto (“He had her big three; looks , manners, money”, cuenta la mítica voz en off de Sarah Jessica Parker) le ha pedido practicar sexo anal. Carrie tenía que pimplarse un cóctel con Mr. Big, pero modifica rápidamente sus planes para pescar a la amiga en taxi y, en una escena maravillosamente ideada, Darren Star y el guionista Michael Patrick King van añadiendo a las mujeres del mítico cuarteto en un debate en el interior del vehículo. Charlotte York se disfraza de foucaultiana para recordarle que si cede habrá un antes y un después (“If he goes up, there’s gonna be a shift in power”), y la gran Samantha Jones cierra la cuestión apelando a la cruda biología: “Front, back, ¿Who cares? A hole is a hole”.

En 1998, cuando HBO estrenó el episodio y la serie todavía no era un fenómeno de masas, el hecho de que cuatro mujeres hablaran abiertamente del sexo anal no era un tabú en el imaginario cinematográfico occidental. Sí que lo era, sin embargo, que un grupo de hembras pudieran otorgarse el poder (y tener la pasta suficiente) como para parar el tiempo de la ciudad más vertiginosa del planeta con el objetivo de organizar un simposio improvisado de cómo una polla les podía afectar la corporalidad. Sex and the City fundaba su narrativa en tópicos idealizados de la vida en Manhattan, empezando por una protagonista que vivía como una reina ingresando el sueldo de una simple columna en la prensa y un grupo de amigas con arquetipos muy forzados. Pero Star tuvo la gracia de explicar que una ciudad también es la idealización que uno hace de ella y que la liberación femenina, lejos de aniquilar el prejuicio, debía abrazarlo para modificarlo y divertirse así con cierto ingenio.

Como ocurre casi siempre, Star no inventó la rueda; su soberbia creación regurgitaba la novelística de Jane Austen, según la cual la libertad es una rara incógnita que se halla en el espacio entre la más alta natividad idealista y la adecuación a las convenciones y los tópicos de cada época. Por mucho que Sex and the City acabara provocando mucha tontería y toneladas de pijas intentando imitar a Carrie Bradshaw sin tener su gracia, la serie normalizó el tabú sobre ciertas perversiones sexuales liberándolas en la boca de un cuarteto protagonista que ayudó a mantener intactos los tópicos de felicidad neoyorquina antes de que unos guionistas alternativos los hicieran estallar borrando las Torres Gemelas de su horizonte. Cuando aterricé en Nueva York, en 2004, ya no había espacio para los Manolo de Carrie porque mi conciudadanía asistía con adicción los desvaríos de un grupo de supervivientes en una extraña isla.

En efecto, Lost explicó perfectamente la emergencia de un mundo en el que incluso en las tierras más paradisíacas tenemos enemigos, donde la alteridad es sospechosa y, en definitiva, donde las cosas no están como para pasar el tiempo hablando de la penetración anal en un taxi camino de Madison Avenue. Toda la narrativa televisiva posterior ha intentado asumir este trauma del inicio del siglo XXI en los atentados de Nueva York, por lo que resulta aún más interesante que Star haya doblado su apuesta con una serie de espíritu infantil y positivo como Emily en París. Si pregunta a cualquier cultureta, la respuesta protocolaria sobre este nuevo producto televisivo que cuenta la llegada de una joven yanqui a la capital francesa y sus problemas para importar las técnicas de márketing y redes sociales de Chicago en la tradicional empresa Savoir es la misma: “es tan mala que no puedes parar de verla de un tirón.”

Como siempre, los esnobs equivocan el disparo, porque Star es más listo que el pan y ha vuelto a entender muy bien el punto en dónde estamos y cómo debe traducir el zeitgeist del mundo post-pandémico. Es cierto, Emily in Paris se ceba en los tópicos sobre la cultura yanqui (espontaneidad, optimismo antropológico, pudor, etc.) de una forma muy infantil y su retrato postalista de la ciudad y de los personajes parisinos prototípicos, desde el antipática vendedora de croissants al el anticuadamente seductor inventor de perfumes, produce una cierta vergüenza ajena. Pero el productor sabe muy bien lo que se hace y retrata con mala leche la agonía de los tópicos y usos sociales de los franceses y cómo una joven de espíritu capitalista puede acabar reformándolos haciéndose la tonta pero, al límite, imponiendo su forma de ver el mundo. Emily es una pequeña superviviente en una ciudad de momias, en efecto; pero de eso va, por ahora, nuestra libertad.

La elección aún tiene más mala baba si pensamos que Star ha escogido como nueva diva del Apocalipsis a la espléndida Lily Collins, una actriz que ha probado en la propia piel los excesos y delirios de la sociedad de consumo. Su liberación no tiene mucho de sexual (se acaba metiendo en la cama de quien quiere, por mucho que la cosa no funcione por completo), porque Star capta muy bien que la lucha subjetiva de su heroína se basa en sobrevivir en una ciudad de cartón-piedra que va cayendo poco a poco sin perder su rabiosa sonrisita y, finalmente, en la tarea de salir adelante con su curro. Si yo fuera guionista de una televisión de nuestra tribu no dudaría en robarle la idea a Star e inventar una Emily in Barcelona. La cosa no sólo normalizaría los tópicos con los que Catalunya y Barcelona se vende en el mundo (a ser posible, mejor que Woody Allen), sino que daría pistas a nuestras jóvenes sobre cómo poder sobrevivir en nuestra tediosa ciudad.

Sé que mi ruego resulta infantil y poco realista. Hace tiempo que los responsables de nuestras televisiones, y de los órganos gubernamentales que las auditan, no sólo no tienen ni puñetera idea de cómo funciona la narrativa televisiva, sino que tampoco miran a la televisión. Continuaremos con Netflix, pues; qué remedio.

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Publicado por
Bernat Dedéu

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