Las normas han cambiado. La intimidad no existe, y todo lo que digas podrá ser utilizado en tu contra
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n apariencia, todo es efímero. Los chavales transmiten su día a día a tiempo real, desde el centro de un pequeño mundo digital que se queda obsoleto con cada nuevo mensaje que envían, cada post que publican, cada comentario ingenioso que dejan en las redes, en huida perpetua de lo que pasó hace dos minutos.
Cada día se generan 2,5 trillones de datos en internet. Cada hora se suben dos millones de fotos a Instagram y se lanzan veinte millones de tuits. Y mientras el análisis global de estos datos es el gran reto del futuro, el pasado de cada uno flota en el ciberespacio. Al principio creímos que lo que escribiéramos en Twitter sería tan privado y gamberro como las pintadas en la puerta de un lavabo público. Que lo colgado en Facebook sustituía las aburridas proyecciones de diapositivas con los amigos para enseñarnos cómo fueron las vacaciones.
Pero las normas han cambiado. La intimidad no existe, y todo lo que digas podrá ser utilizado en tu contra. Un amigo apuntaba que no deberíamos hablar de memoria digital, sino de tatuaje digital. Y lo cierto es que casi nadie recuerda ya todos los exabruptos, fotografías familiares, apreciaciones y chistes malos que en algún momento ha tenido la necesidad de compartir. El humano debe de ser el único mamífero que se exhibe en vez de camuflarse. Los tuits y retuits se han convertido en ese pecado de juventud que lucen las pieles ya marchitas. Ahí está la marca de lo que hicimos en un arrebato, tal vez en broma, solo para provocar. Puede volverse un estigma. ¿Hasta qué punto y hasta cuándo seguimos siendo quienes fuimos?
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