Diez años de la caída de Madoff

Hoy, aquel Rey Midas trabaja 8 horas al día en una prisión federal donde cumple una condena de 150 años por fraude. La mayor pena de la historia. Como lo fue también su estafa. La historia de Bernard Lawrence 'Bernie' Madoff siempre se escribió en mayúsculas

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i Wall Street hubiera sido una monarquía él habría sido su mayor rey. Y, como tal, vivió durante décadas. Las grandes fortunas, los fondos y los grandes bancos de inversión de Wall Street y de medio mundo hacían cola en sus oficinas para pedir audiencia y conseguir que el rey de las finanzas, el mayor gurú de la historia de los mercados, se quedara con parte de su capital para invertirlo y convertirlo en oro puro. Pero hoy, aquel Rey Midas trabaja 8 horas al día en una prisión federal donde cumple una condena de 150 años por fraude. La mayor pena de la historia. Como lo fue también su estafa. La historia de Bernard Lawrence ‘Bernie’ Madoff siempre se escribió en mayúsculas.

La estafa, piramidal, persistió en el tiempo porque el dinero fluía y siempre había nuevo capital interesado en entrar, y porque, además, nunca se produjeron muchas peticiones para retirar capital al mismo tiempo. Pero todo eso cambió el otoño de 2008

Todo cambió la noche del 10 de diciembre de 2008. Esa noche, Madoff reunió a su mujer Ruth y a sus dos hijos, Mark y Andrew, en su lujoso apartamento de Manhattan, para confesarles que los miles de millones de dólares que se suponía que gestionaba su firma de inversiones en operaciones en los mercados de medio mundo, en realidad se limitaban a unos cuantos cientos de millones depositados en una cuenta corriente en el Chase Bank de Nueva York. Madoff había pasado media vida estafando a los inversores con un esquema Ponzi de estafa piramidal, utilizando el dinero de los nuevos inversores para cubrir los intereses de los accionistas más veteranos. Un sistema de libro, sin la más mínima sofisticación financiera, que triunfó porque la ‘marca’ Madoff conquistó el dinero y la admiración de las grandes fortunas.

La estafa persistió en el tiempo porque el dinero fluía y siempre había nuevo capital interesado en entrar, y porque, además, nunca se produjeron muchas peticiones para retirar capital al mismo tiempo. Pero todo eso cambió el otoño de 2008. Lehman Brothers acababa de quebrar y el mercado asumía ya la primera ola del tsunami financiero que se acercaba. Los inversores se asustaron y comenzaron a recuperar capital para afrontar la nueva situación. Y Madoff vio lo que, según confesó más tarde a su abogado, había estado esperando en silencio durante años. Su imperio construido sobre mentiras se hundía. Y con él, miles de millones de dólares de miles de inversores. La mañana siguiente a su confesión familiar, los propios hijos de Madoff le denunciaron ante el FBI y días más tarde la Fiscalía estadounidense cifró la estafa en 65.000 millones de dólares.

Madoff no fue selectivo a la hora de arruinar la vida a la gente: reunía capital de las grandes fortunas y de la nobleza europea, pero también recogió dinero de fondos de pensiones de titulares de clase media o de fondos y bancos de inversión tanto de los EE.UU, como de Europa o de Asia

Bernie Madoff se convirtió no sólo en el hombre más odiado de Estados Unidos, sino también en la fotografía más recurrente para ilustrar el fin de la época dorada del Wall Street sin escrúpulos, la viva imagen del sistema que había provocado la peor crisis financiera en décadas. El mundo necesitaba alguien a quien colocar en la diana acusatoria y Madoff era el candidato ideal. Cuando en junio de 2009 un tribunal lo condenó a 150 años de prisión, miles de familias y buena parte de los ocupantes de los apartamentos de Manhattan y las mejores casas de los Hamptons respiraron un poco de paz pensando que el hombre que se había llevado buena parte o todos sus ahorros moriría en una prisión federal alejado de cualquier lujo. Pero faltaba recuperar el dinero. Un trabajo mastodóntico que asumió el abogado Irving H. Picard. Una década después, su equipo de 50 investigadores financieros han logrado recuperar sólo una mínima parte del dinero estafado, menos de 20.000 millones.

El estallido de la estafa generó verdaderos dramas personales y algunos de los afectados no pudieron asumir lo que les venía encima. Fue el caso, por ejemplo, del aristócrata francés Thierry de Villehuchet. Tenía 65 años cuando se cortó las venas en su despacho de Nueva York

Madoff no fue selectivo a la hora de arruinar la vida a la gente. El financiero reunía capital de las grandes fortunas y de la nobleza europea mientras asistía a alguna fiesta de la alta sociedad o mientras jugaba algún partido en alguno de los clubes privados de donde era socio, pero también recogió dinero de fondos de pensiones de titulares de clase media o de fondos y bancos de inversión tanto de los EE.UU, como de Europa o de Asia. Incluso invirtió dinero de sus familiares más cercanos. El problema de Madoff, -como reconocería más tarde él mismo-, es que todo el mundo le suplicaba que tomara su dinero, y él no sabía decir que no a nadie. Y cuando pocos días antes de la Navidad de hace diez años, la pirámide cayó y puso al descubierto miles de millones de dólares estafados, inversores de todo el mundo descubrieron horrorizados que lo habían perdido todo. También en España hubo damnificados. La Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) cifró en ese mismo momento en 106,9 millones de euros la exposición de fondos y SICAV españoles a la estafa de Madoff, entre los que había Fonditel Gestión, la gestora del grupo Telefónica, o Invercaixa.

El estallido de la estafa generó verdaderos dramas personales y algunos de los afectados no pudieron asumir lo que les venía encima. Fue el caso, por ejemplo, del aristócrata francés Thierry de Villehuchet. Tenía 65 años cuando se cortó las venas en su despacho de Nueva York pocos días después de descubrir que había perdido cerca de 2.000 millones de dólares, todo su patrimonio. No fue el único. Y la tragedia asumió dimensiones shakesperianas cuando dos años después de estallar el escándalo, el hijo mayor de Madoff se colgó en su piso de lujo del Soho neoyorquino. Mark Madoff, de igual manera que su hermano Andrew -quien murió al poco tiempo víctima de un cáncer-, afrontaba demandas millonarias como ex trabajador y directivo de la firma de su padre. Aunque el juicio contra Madoff les había excluido de responsabilidades penales, muchos afectados por la estafa optaron por presentar demandas alternativas contra ellos y contra su madre, Ruth Madoff. Los consideraban responsables, al menos, de haber vivido a cuerpo de rey durante años con el dinero de una estafa mil millonaria y cuestionaban su ignorancia sobre el origen de la fortuna.

Cuando Mark Madoff se quitó la vida, ya no conservaba ninguno de sus amigos. Muchos habían perdido los ahorros, y otros sencillamente no querían volver a saber nada de ningún Madoff. Así lo dijo también el juez Chin durante el juicio a su padre. A su despacho habían llegado miles de cartas de afectados clamando justicia. Ni una sola carta intercediendo por él. El hombre más halagado de Wall Street durante décadas se había quedado sin un amigo.

Pero como todas las grandes historias, la de Madoff también tiene una parte de moralidad y una pregunta: ¿cómo, un solo hombre pudo hacer desaparecer miles de millones sin que nadie lo sospechara? Bueno, alguien sí lo hizo. En 1999, un gestor de inversiones de Boston, Harry Markopolos, envió una carta a la SEC (el regulador de la bolsa en Estados Unidos), donde exponía sus sospechas sobre la estafa. La SEC no hizo nada. De hecho, nadie estaba perdiendo dinero. Al contrario. Madoff era además uno de los hombres más respetados de Wall Street. Había sido uno de los impulsores del Nasdaq y ocupaba decenas de cargos asesores y honoríficos en numerosas organizaciones financieras y benéficas. El sistema funcionaba y Madoff era la punta de lanza de ese sistema. El estallido de la burbuja inmobiliaria y la crisis financiera lo voltearon todo. Hoy, diez años después, Madoff sigue en prisión, olvidado por todos, y Wall Street celebra de nuevo ganancias y bonus millonarios mientras se pregunta cuándo se producirá la nueva crisis y, sobre todo, quién será entonces la cara que se colocará en la diana de la culpabilidad.