Rescate de Navidad en Sant Antoni

La grúa de los bomberos se alargaba y se alargaba, hasta que encaró un balcón en concreto. La atención era máxima: matrimonios de misa de doce lo miraban junto a un chiquillo africano que acarreaba una carretilla llena de hierros, y una pareja de japoneses, aún con las maletas a sus pies, sacaban los móviles para grabarlo todo.

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os domingos siempre están en ebullición, alrededor del mercado de Sant Antoni, entre los miles de amantes de la literatura que barajan libros viejos en el mercado dominical y los niños que cambian cromos en la acera de enfrente. Si además añadimos que, por fiestas, el mercado abre el domingo y los paradistas van de cráneo despachando marisco y otras exquisiteces, ya se puede uno imaginar el revuelo que había el 23 de diciembre pasado, cuando empezaron a aparecer ambulancias y camiones de los bomberos en el cruce de Tamarit con Comte Borrell.

El ser humano es chafardero por naturaleza y, si el espectáculo nos pilla ociosos, pues qué mejor, por lo que el epicentro de la emergencia se fue llenando de curiosos, mientras un esforzado guardia urbano los iba apartando, estirando una cinta de plástico de esas de «no pasar» para marcar un perímetro de seguridad. Las preguntas, claro, flotaban en el ambiente. ¿Qué diablos habrá pasado? Un incendio no debe ser, porque no sale humo de ningún balcón, reflexionaba un jubilado. Algunos sostenían la hipótesis suicida, pero alguien la descartaba, porque hubieran venido los de la funeraria. «Esto es que ya han matado a otra», decía una chica que pasaba.

Incluso los testigos de Jehová, que suelen predicar y colocar biblias allí mismo, miraban los hechos con atención, olvidando, aunque fuera por unos minutos, que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina

Ciclistas, paseantes de perros, jubiladas de mañana en el banco y padres con la chiquillería alborotada: la multitud crecía en paralelo a los interrogantes. Incluso los testigos de Jehová, que suelen predicar y colocar biblias allí mismo, miraban los hechos con atención, olvidando, aunque fuera por unos minutos, que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina. La grúa de los bomberos se alargaba y se alargaba, hasta que encaró un balcón en concreto. La atención era máxima: matrimonios de misa de doce lo miraban junto a un chiquillo africano que acarreaba una carretilla llena de hierros, y una pareja de japoneses, aún con las maletas a sus pies, sacaban los móviles para grabarlo todo.

Finalmente, dos o tres bomberos sacan una especie de camilla portátil por el balcón y la atan a la grúa. Les lleva un buen rato, no vaya a ser que les caiga al vacío. El jefe del operativo habla con la persona que yace en la camilla, que por tanto está consciente, y de golpe la grúa comienza a bajar las cuatro o cinco plantas, a una velocidad lentísima, exasperante. Las especulaciones continúan. «Quizá es una persona obesa, de aquellas que ya no pueden valerse por sí mismas», dice uno. Finalmente, la grúa aterriza a nivel de calle, y la docena de bomberos, sanitarios y municipales, que hasta ahora lo miraban, se activan de nuevo, aunque sea para hacer ver que ellos también se ganan el pan, porque hace exactamente media hora que solo miran y comentan la jugada.

De la grúa a la ambulancia, el operativo durará menos de un minuto y acabará con aplausos del vecindario. Eso sí, nadie verá si el paciente es un hombre o una mujer, mayor o joven, y que, si no es que se ha dedicado a la ópera, puede dar por hecho que nunca habrá congregado la atención de tanta gente.

Cuando ya me voy, tropiezo con una señora que vuelve de comprar con el carrito lleno y que parece que se ha informado con fuentes fiables. «Me han dicho que es una señora que se ha caído al suelo y no se podía levantar», le cuenta a una vecina. «Como no podían bajarla por la escalera, han tenido que llamar a los bomberos». «Así me gusta», le dice la otra, «que cuando no tengan trabajo ayuden con estas cosas». Y la despedida, ya sin rastro de épica, devuelve Sant Antoni al mañana será otro día: «¿Vosotros qué, todo bien?». «Sí mira, tirando».

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Publicado por
Albert Forns

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