La película de Yorgos Lanthimos pretende revisar el mito de Frankenstein en una versión feminizada que acaba naufragando en el tedio
Hay cineastas que trabajan a base de tener una idea brillante, alargarla durante dos horas con toda la pompa visual hollywoodiana, mientras reformulan un mito ancestral de la masculinidad mediante una protagonista femenina empoderada. Poor Things resulta quizás la versión más exitosa –aunque tediosa– de esta tendencia, con el añadido de que Yorgos Lanthimos es un creador lo suficientemente inteligente como para convertir la novela homónima de Alasdair Gray en un producto visual que incomode lo justito, pero que sirva para animar las discusiones filosóficas de la clase media de Manhattan mientras toma el brunch. La premisa de todo ello es bastante atractiva; a saber, reescribir el mito de Frankenstein encarnado en una mujer prisionera de un cerebro infantil que se ve obligada a transitar el camino doloroso que va del buen salvaje rousseauniano a la meta del devenir posibilista en un planeta masculinizado.
La gracia de esta película, como ocurre también con la Barbie de Greta Gerwig, es que la falsa Bildungsroman de Bella Baxter (reescrita por el guionista Tony McNamara) se describe en términos sólidamente masculinos. Ello pasa por la relación de la protagonista con una tríada prototípica de hombres que encarnan el padre creador-protector, el follador compulsivo y el desdichado calzonazos. Por otro lado, el despertar existencial de su heroína se basa en dos caminos (filosóficamente, de parvulario) como son, por un lado, el que va de la bondad más ingenua a la tortuosa aceptación de la maldad de un mundo dividido entre megaricos y pobres cadavéricos y, por el otro, la supuesta emancipación que se deriva de aprender las estructuras del lenguaje con la suficiente profundidad como para acabar equiparando el vivir feliz con poder pasar una mañana leyendo tranquilamente a Kierkegaard mientras te cascas un Dry Martini.
Lanthimos es lo suficientemente hábil como para ver que con esto tenía poca chicha y, consciente de que la publicidad del cine se trama en las redes, incrusta una contradicción asequible dentro del mundo de su protagonista. En efecto, durante un tramo suficientemente espacioso del filme y en una versión edulcorada de las dos Lulu de Wedekind, Baxter se emancipa económicamente y se libera de su Don Juan mientras se prostituye. Director y guionista se adelantan a los tuiteros que puedan tacharlos de misóginos (con cierta razón, porque se nota mucho que donde se lo pasan teta es aprovechándose escultóricamente de Emma Stone mientras folla con medio París) atando dicho proceso de conciencia del propio cuerpo (y el placer resultante) con la revolución socialista y las relaciones lésbicas. En el fondo, ahí radica el único interés de esta película: al límite, muchos creadores de la contemporaneidad idean un producto anticipando su crítica popular.
Finalmente, el director sobrevive al pulso porque Emma Stone asume de una forma tan bella el proceso de emancipación feminista que el espectador de la película acaba olvidando que los creadores emplean un metraje muy superior a retratarla follando compulsivamente que no racionalizando su propio ser en contacto con dos filósofos altamente circunstanciales en la trama general. Tiene gracia que el feminismo yanqui haya hecho suya la película cuando lo que se esconde en esta coming of age es que (contrariamente a los héroes masculinos de los años noventa, que se emancipaban a base de fortalecerse; dicho de forma más clara, Rocky Balboa debía romperse la cara con tal de enriquecerse y Forrest Gump reinventar su tara mental para adaptarla a la sociedad del espectáculo), en Poor Things uno acaba pensando que la redefinición de la mujer emancipada pasa tarde o temprano por tener que ofrecer su coño a regañadientes.
La cosa tiene ironía, porque los creadores de Poor Things siempre podrán decir (en un gesto típicamente yanqui, hay que recordarlo) que la su peli no tiene vocación documental ni de prescriptora política. Podrán repetirlo cuantas veces quieran, pero a riesgo de filtrar algún spoiler, yo diría que al final de su versión de Frankenstein se nos muestra una mujer que acaba dando órdenes a una criatura tan mentalmente tullida como lo era ella misma. Si esto no es masculinizar la narratividad del empoderamiento, ya me diréis dónde se esconde. Pero bueno, al fin y al cabo Hollywood siempre gana y nos ha obligado a escribir un artículo sobre la polémica (y Emma Stone acabará llevándose el Oscar, sobre todo porque la mayoría de académicos son machos faltos de cariño). Para recuperarse de esta tabarra, eso sí, os recomiendo que volváis a ver Young Frankenstein de Mel Brooks: es más corta, da más risa y, faltaría más, provoca mucho más pensamiento.
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