No matéis el vermut

Tomar el vermut en una terraza de Barcelona se ha convertido en una misión imposible, en parte por la desidia de nuestros restauradores

Érase una vez una ciudad en la que –alrededor del mediodía, cuando la raza mediterránea se ejercita en el arte del vermut– uno podía sentarse en cualquier terraza para saborear la inigualada combinación de una cerveza, un plato de aceitunas y una bolsa de patatas chips. Esta mixtura, tan sencilla como eternamente insuperada por cualquier otra sopa de elementos, era uno de los hits de aquello que los cursis llaman “la marca Barcelona”. El acto en cuestión no fue una costumbre que ocurriera únicamente en nuestra ciudad (insisto en que la mayoría de habitantes del Mare Nostrum anticipan la comida con un preludio), pero nuestra capital siempre había sobresalido en el arte de la terraza y la metafísica de un buen vermut al sol. Regaladme cualquier ingesta opípara en el mejor restaurante del planeta; os la cambiaré sin ningún problema por media horita de chirlas y aire libre.

Pues bien, los bares y restaurantes de la ciudad están matando esta bellísima tradición tan nuestra. Hace tiempo, por obra y gracia de la guirización de Barcelona, ​​los restauradores nos privan de un derecho que nos pertenece por antigüedad y compromiso con nuestros establecimientos. Cualquier persona puede comprobar cómo, llegado el mediodía, la mayoría de terrazas de la ciudad (especialmente, las de Ciutat Vella) colocan rótulos de “Reservado” en las mesas de bares y restaurantes. Gracias a la hipoteca de la ciudad con el turismo, y al hecho de que la mayoría de países del mundo almuerzan a una hora mucho más civilizada que nosotros, pobres neandertales, los establecimientos prefieren tener mesas vacías de autóctonos a la espera de que las ocupe el público extranjero durante más rato (y con una mayor consumición). Lentamente y de forma inexorable, el vermut barcelonés corre el peligro de las focas antárticas.

Entiendo perfectamente que, tras unos años durísimos de pandemia, los restauradores miren los números de la caja registradora con mucho más esmero. Pero también me gustaría que tuvieran en consideración el hecho de que, durante el lockdown y su posterior despeje, fuimos los autóctonos de la ciudad quienes ayudamos a desvelar una industria en vías de extinción. Entiendo que los establecimientos de Ciutat Vella no tengan suficiente con los veinte o treinta euros que servidora les abona por un vermut; pero debería ser posible promover que los turistas jalen un poco más tarde y que los barceloneses podamos pedir mesa a la hora del vermut sin que los camareros nos miren como si fuéramos alienígenas (y, ya que estamos, con un desconocimiento grosero de nuestra lengua que debería avergonzar a los baristas de la ciudad). Los guiris irán pasando; nosotros, si nos dejan, nos quedaremos siempre.

Debería ser posible promover que los turistas jalen un poco más tarde y que los barceloneses podamos pedir mesa a la hora del vermut sin que los camareros nos miren como si fuéramos alienígenas

El vermut al sol no es un capricho. Forma parte inherente de una cultura que se basa en el paseo, la discusión animada y el gusto por comer bien. Divisar una manada libre de mesas con falsos rótulos de “Reservado” en un local es una falta de respeto a la ciudadanía, deshumaniza las relaciones entre indígenas y restauradores y viene a ser una forma diferente de decir “este no es tu sitio; no nos toques la pera”. He defendido y defenderé siempre la importancia esencial de nuestra hostelería en la identidad barcelonesa (dejándome toneladas de pasta en la misión, dicho sea de paso), pero no puedo pasar por alto este crimen contra el vermut. Restauradores, hace tiempo que hemos matado las paellas, los menús de mediodía y el café mínimamente digerible. Os lo ruego, salvadme el vermut. Sé que me tacharéis de vecino cascarrabias (podía protagonizar un vídeo del Gremio de Restauradores, lo sé), pero de éstos animales aún quedamos casi dos millones.

No matéis el vermut.

 

 

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Publicado por
Bernat Dedéu

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