El músico y escritor Luis Cabrera.
Aunque tiene todas las hechuras del agitador cultural, Luis Cabrera prefiere definirse como “un elemento distorsionador, un diletante acérrimo que no se sitúa jamás en el rebaño y que vive instalado en la disidencia”. Guiado por la que parece una alergia congénita a tomar los caminos fáciles, su vida es una suma de complicaciones autoinducidas, estimuladas por un entusiasmo que se contagia. Pasos que, uno tras otro, han llevado a Barcelona hacia una posición mucho mejor en la que vivir culturalmente.
Llegó a la ciudad en 1964, sin los diez cumplidos, procedente de Arbuniel, Jaén. A los 16 años impulsó la primera peña flamenca de Verdum, dedicada a Enrique Morente, “inspirándome en mis correrías en la casa de Cádiz, situada en la Barceloneta que, de las cuatro casas regionales andaluzas que había por entonces en la ciudad, era la que tenía más colorido”, rememora, a pie de barra, ante un humeante cortado corto de café.
En 1977, algunos miembros de la peña incentivaron el derribo de la planta asfáltica de Nou Barris para que se convirtiera en espacio cultural. Color y calor frente al gris oscuro del chapapote. La iniciativa prosperó y dio lugar al Ateneu Popular de Nou Barris, que ahí sigue. “Para la inauguración, me encargaron organizar una fiesta popular con treinta horas de música, y aquello me hizo tomar contacto con músicos, artistas, empresas de sonido”. Así dibujó un primer mapa del quién es quién cultural de aquella urbe a medio camino entre la muerte del dictador y la institucionalización por venir, donde todo era posible.
“Aquella fiesta popular fue la primera actividad jamás realizada en España en reivindicar cultura y ecologismo. Pero, además, de aquello nació el equipo fundacional del Taller de Músics”, explica Luis, que en 1979 fundó una escuela superior “que tiene alma de covacha flamenca, de cava de jazz, de garaje del rocanrol y de cabaret latino” y en cuyas aulas se han formado, templado y florecido incontables talentos musicales.
“Que ya ves –dice con una sonrisa entre resignada y alegre– yo, que no tengo espíritu empresarial, y aquí me veo: repasando facturas, pagando nóminas y ampliando el negocio”. Por este mismo motivo, el único músico que no ha prosperado en el Taller es él mismo: “Tocaba el saxo, pero lo tuve que dejar, porque esto fue creciendo muy rápido y ya no me daba la vida para tocar”. Al Taller lo considera como su hijo mayor, “que, como los otros dos, Luis y Miguel, también es buena gente”, dice. Y le brilla la mirada. En 2024, la escuela obtenía la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes.
Un proceso de sanación
A Luis Cabrera la lucha por hacer oír su voz, “por decir sí, cuando mi caballo dice no, como reza el fandango”, no le ha salido gratis. El entusiasmo disidente tiene un precio y, a estas alturas, con 71 años, suma cuatro infartos. Uno, el peor, una noche de 1988 en Berlín: el corazón le falló justo cuando su mujer estaba en el Vall d’Hebron perdiendo a una criatura. “Mismo día, misma hora”, murmura, sin todavía sabérselo explicar.
Otros frentes abiertos por el parroquiano son el de la plataforma Xnet, de defensa de la libertad de expresión y los derechos digitales, y la asociación Els Altres Andalusos, que ampara y reivindica los rasgos identitarios de los andaluces en una Catalunya donde la existencia de un término despectivo como charnego habla por sí sola, “y donde, con tal de no aceptar la música urbana autóctona, la rumba catalana, debido a su aire aflamencado, en las fiestas populares se sigue optando por la batucada”. De esa asociación nacen los libros de Luis: Catalunya será impura o no será y Els altres andalusos.
Pero llegó un momento, hace unos pocos años, que le sobrevino la necesidad de escribir otras cosas. “De ir poniendo palabras a una serie de cuestiones que yo llevaba dentro, como si de un proceso de sanación se tratara”. Así nace su faceta de novelista, que arranca en 2021 con La vida no regalada, eficaz fresco sobre una Barcelona marginal y repleta de duende de los años 60 y 70.
Esta faceta prosigue, ahora, con La muerte no desvelada (Roca), que traslada al lector a una Andalucía de posguerra de silencios profundos, algunos dolorosos; de soles secos y sombras llenas de secretos. De dolor, descubrimiento y magia entre almendros, olivos y amapolas, cuyas esencias son capaces de cortar el llanto.
En defensa de la vida contemplativa
Las notas de Lo bueno y lo malo, de su adorado Ray Heredia, resuenan en el Bar: Y en mí, y en mí, y en mí – En mi mundo nuevo, lo voy a olvidar – Las aventuras que he podido vivir – En mí, y en mí. El parroquiano liquida su cortado, quién sabe si pensando en todas esas aventuras disidentes en las que se ha enfrascado. En todos los avatares que lo han llevado a ser el hombre que es, en esta Barcelona donde “sigue habiendo sectores que se suben al púlpito de las zonas privilegiadas y se atreven a pontificar sobre la salvación de barrios periféricos donde ni siquiera han puesto pie jamás”.
Aun así, confiesa que quiere mucho a Barcelona, enamorado de esas imperfecciones que hacen que la urbe sea “humana y no robótica”, pese a que es un amor no correspondido. “Tengo la sensación de que, de un tiempo a esta parte, ella, y en general Catalunya, no me quieren a mí, por eso estoy planteándome volverme a Albuniel, a una vida más sencilla, contemplativa. Porque si no se contempla, no se puede ver, ni escuchar”.
— ¡Y tampoco se puede saborear! Que se ha hecho ya la hora de almorzar y tenemos una oferta gastronómica de aúpa en este Bar.
Como buen andaluz, sabedor del doble placer, culinario y social, del tapeo, Luis Cabrera lo tiene claro. “¡Que sean unas tapitas!”, exclama con Súmamela bien de Ray Heredia —yo he encontrado el camino el camino que llevará a la felicidad— sonando de fondo.
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