Durante la época dorada de los blogs catalanes, el taxista Xavier Gonzàlez escribía cada mañana cómo le había ido la jornada nocturna. El blog Ddriver era una mina de anécdotas del taxismo, y también iba repleto de observaciones sociológicas, consejos para encontrar taxi en días complicados y aventuras con pasaje estrambótico.
¡Los taxis, qué pozo de anécdotas! Desde aquella vez que, en la Europa del Este, nos empalaron y pagamos un pastón por una distancia ridícula, hasta el típico viaje nocturno en que alguien dijo una tontería y no pudimos parar de reír durante todo el trayecto. Todos recordamos alguna conversación con un taxista, y es curioso, porque seguro que no tenemos batallitas similares con conductores de trenes o de autobuses y los utilizamos con mucha más frecuencia.
Una vez conocí a un dramaturgo norteamericano que los veranos trabajaba de taxista, pero no por las ocurrencias, sino por los acentos. Se paseaba por las calles de Nueva York con una grabadora bajo el asiento
En sus textos –donde el sentido del humor compensaba algunos atentados ortográficos–, Xavi también analizaba algunos de los comportamientos habituales en el taxi, como los que pretenden mantener la típica conversación sobre el tiempo –no lo hagáis, que el conductor es taxista, no Tomàs Molina– o esa gente que fija la mirada en el taxímetro, “como esperando que en la pantalla empiece alguna película”. Mientras preparaba este texto le escribí un correo y Xavi me explicó que, a pesar de cerrar el blog en 2015, él continúa al frente de un taxi, 26 años después. Eso sí, os lo tenéis que imaginar en las antípodas del taxista con la COPE en los altavoces y un crucifijo en el retrovisor: él ha llegado a hacer bajar clientes del coche si se reían del independentismo o insultaban al Barça o los culés.
Pero no solo se sacan buenas historias de los taxis. Una vez conocí a un dramaturgo norteamericano que los veranos trabajaba de taxista, pero no por las ocurrencias, sino por los acentos. Se paseaba por las calles de Nueva York con una grabadora bajo el asiento y cuando entraba algún cliente con un habla interesante –un judío diciendo “Schmuck!” cada tres frases o un tejano de esos que enganchan las palabras–, apretaba el REC de la grabadora y les hacía charlar durante toda la carrera. Después transcribía las mejores inflexiones y les robaba las palabras y expresiones para traspasarlas a sus personajes. El problema vino cuando un italoamericano con pinta de mafioso descubrió la grabadora de una patada: el capo paró el taxi, aplastó el aparato contra la acera y mi amigo por poco no acaba con un tiro entre ceja y ceja, sin poder explicarle que no era poli, solo un triste cazador de acentos.
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