Giacomo Hassan cocinero Bodega Bonay
A l'esquerra, Giacomo Hassan, con Jordi Mirra y Delphine Toury.

Giacomo Hassan, el mejor cocinero de Barcelona

Este milanés de 32 años ha convertido la barra de Bodega Bonay, en el corazón de la derecha del Eixample, en uno de los mejores espectáculos culinarios del planeta

En Barcelona ejerce uno de los mejores cocineros del mundo y se llama Giacomo Hassan. Tras pasar por Alegría en Les Corts y el Hotel Edition de Santa Caterina, dos espacios que no supieron exprimir el inmenso talento de este milanés de 32 años, Hassan se ha adueñado de la Bodega Bonay, en la derecha del Eixample, y desde noviembre de 2019 produce ahí un arte que debe evaluarse y disfrutar más allá del dictado de estrellas Michelin y de otras mandangas.

Siguiendo la academia de Rafa Peña en el Gresca y de Francesc Gimeno Manduley (Mandu) en Sant Antoni Gloriós, Giacomo Hassan no sólo ha redefinido la tapa y el platillo con una creatividad sin límites, sino que ha transformado la temporalidad misma de la cena en una experiencia en la que el éxtasis te aturde felizmente como un somnífero y la ingesta se transforma en una cascada de preguntas que te atrapan durante días. Lo primero que os sorprenderá de la barra de Bonay es el silencio que reina en el lugar, pues incluso los comensales más ebrios cierran el pico ante la determinación alla giudia con la que Hassan impone su mutismo. El chef es compositor, director y solista, y a él se adaptan magníficamente sus dignísimos socios de fogones, Jordi Mirra y Delphine Toury, y el excelente jefe de sala y sumiller David Amat.

En la barra del Bonay sólo nos cabe esperar que su genio disponga, porque pedirle un antojo sería como perpetrar un karaoke ante el mismo Mozart. La cena irrumpe mediterránea, y por tanto abarrocada, con una royale de erizos que nos deja aturdidos. Parecería que el posterior pesto de puerros resulta un plato nimio, que el chef sólo nos endiña para que la garganta se rehaga del golpe del erizo, pero Hassan imagina cada plato como un ser-en-sí-mismo, y la hierba anisada y el cacahuete de la salsa nos hacen viajar directamente al norte de Italia, que es el lugar más parecido a una Catalunya liberada.

La royale de erizos de Bodega Bonay.

Cuando pensabas que no podía comerse una salsa mejor, el chef dobla la apuesta juntando la amargura del labmeh con el faláfel y las aceitunas fritas. Acostumbrados a las insufribles ensaladas rusas de los restaurantes barceloneses, trituradas en una especie de vómito execrable, nos sorprende la versión hassaniana del plato con la judía dura como el metacarpiano de un bebé y una patata en su justísimo punto de temperatura, por el simple hecho de que no ha visitado nevera alguna. Estamos en Barcelona, pero los comensales de nuestro alrededor ya empiezan a entender que podríamos encontrarnos en uno de los mejores restaurantes de Nueva York, Londres o París. Seguimos.

Pesto de puerros que nos hace viajar directamente al norte de Italia.

Mi universo ideal sería una vida conformada por vermuts y primeros platos sin a penas pausa, pues ingerir animales cada vez me da más pereza. Pero no hay nada que hacer ante la belleza de la anguila lacada con la dulcísima ensalada de col y la caballa a la brasa con guisantes del Maresme, con la que nuestro guía demuestra haber asumido la catalanidad en su mejor versión. Hacía meses que no probaba la carne, pero Giacomo Hassan vela el cordero xisqueta mientras va cocinándose ante nuestros ojos con la gracia de un director mahleriano y, una vez cortado, parece que la carne provenga del cuello de la Virgen María.

Sorprende tanta alegría y libertad en una cena que sucede en esta Barcelona venezolana y pobre en la que la ineptocracia disfruta fustigándonos con unas restricciones cada día más ridículas. La Bodega Bonay podría ser la excepción, pero nosotros, ya lo dijeron los griegos, somos la medida y norma de todas las cosas. Podríamos gritar, podríamos incluso perder la dignidad saltando a cada nuevo bocado, pero allí, en el centro de la cocina, se planta Giacomo Hassan, autista y divino, para imponer el silencio.

Mi universo ideal sería una vida conformada por vermuts y primeros platos sin a penas pausa, pues ingerir animales cada vez me da más pereza

La cena puede cerrarse con el sólido pastel de almendra y mandarina o los canoli de hoja rellenos de crema, pero en casa siempre nos ha parecido grosero terminar una sinfonía con un algo tan pornográfico como el dulce. El precio no supera los 50 euros por persona (servidor no ingiere alcohol por orden expresa de su excelente psiquiatra), una suma ridícula, prácticamente risible, que se multiplicaría por cuatro en cualquier capital del mundo y que los barceloneses tenemos la suerte tener a pocos metros del hogar.

Caballa a la brasa con guisantes del Maresme

La Bodega Bonay se encuentra en los bajos del Hotel Casa Bonay y resulta casi una gracia divina terminar de cenar y retirarse a una de sus sesenta habitaciones y no para dormir o frotarse con otro organismo, sino para meditar si aquello que se ha cenado fue un sueño. No nos pongamos metafísicos, porque el hotel que ha parido Inés Miró-Sans ha modernizado este edificio neoclásico del Eixample (Gran Vía, 700) con un gusto por la claridad que habría hecho muy feliz al genio Cerdà; el atuendo de las habitaciones, de la casa Teixidors, las convierte en un lugar ideal para reencontrar la paz, escapar de esta desgraciada Barcelona colauísta y levantarse feliz en el interior de la cuadrícula.

El Hotel Casa Bonay es un lugar ideal para reencontrar la paz, escapar de esta desgraciada Barcelona colauísta y levantarse feliz en el interior de la cuadrícula

Cada día hay más conciudadanos que burlan las restricciones de la ciudad para refugiarse en sus hoteles. Así una gran parte de los comensales de esta cena, que subían a las habitaciones con una mezcla entrañable de timidez y beatitud. Horas después, me levanto mirando el interior de manzana mientras todavía me atrapa la dialéctica hegeliana del erizo de mar con sí mismo, la presencia salvífica del pesto en la garganta y el milagro del cordero que se deshace en la boca. Somos el grito que se esconde dentro del silencio. Mientras fumo mirando el patio de casa Bonay, la compañera de ágora reclama más disfrute y atención en la cama, pero yo, recordando el desenfreno del ayer, sólo soy capaz de musitar “¡Giacomo!, Giacomo!” Y ésta es, hoy por hoy, la única infidelidad de la que soy capaz.

Vistas desde la habitación del Hotel Casa Bonay al patio de manzana.