Tras unos años de escasa relevancia musical, inicia una nueva etapa todavía llena de incógnitas
Víctor Medem, nuevo director de L'Auditori. © Ray Circus
Si el lector forma parte de la secta melómana barcelonesa (o del ecosistema de la cultureta urbana) conocerá que el gestor musical Víctor Medem será el nuevo director de L’Auditori a partir del próximo julio. A su vez, también sabrá que Medem accede al trono que hasta ahora ocupaba el músico Robert Brufau, un viejo conocido de la casa que la ha dirigido siete años y en la que ha trabajado unos cuatro lustros, quien pronto se exiliará nord enllà —donde dicen que la gente es blablablá— como nuevo director de programación del Konserthuset y la Orquestra Real Filarmónica de Estocolmo. Todo esto es sabido por los cuatro gatos que vivimos escondidos dentro de un pentagrama y es normal que la gente poco ociosa no sepa nada de ello y pare de leer este artículo al ver su título. Sin embargo, éste me ha parecido un nombramiento —y por tanto, un cambio de era en L’Auditori— con un eco especialmente escaso, tanto en lo que se refiere a la evaluación del pasado reciente como del futuro.
La actualidad periodística o el chismorreo ciudadano no es la medida de todas las cosas, pero es necesario insistir en el peso de este silencio administrativo en el seno del debate cultural, por lo que explica de la propia entidad; y servidor diría que todo este clima general de sotto voce certifica que, por ahora, L’Auditori es una infraestructura con una relevancia más bien inexistente. Los amantes de la estadística me rebatirán, como ocurre siempre en estos casos, con un montón de macrodatos sobre conciertos, iniciativas, estrenas de compositores locales, y, en la jerga particular de los burócratas, de alianzas que se han ido tejiendo entre el ente y el mercado internacional. Pero si hablamos como los hombres, claro y desagradable, diría que en los últimos años L’Auditori no ha conseguido lo mínimo que hay que exigir a un equipamiento musical público. Primero, que fomente una idea del mismo arte sonoro y lo eleve a la máxima excelencia y, segundo, que cuide nuestro patrimonio.
Dicho todavía de una forma más cruda; la mejor forma de evaluar la salud de una sala musical es preguntarte cuál es el último concierto memorable que recuerdas haber escuchado entre sus paredes. Otras cosas no, pero servidor tiene una buena memoria sonora y, en el caso de L’Auditori, respondería esta cuestión con un silencio digno del maestro Cage. Paralelamente, y a diferencia de entes con una línea artística clara, innovadora (y en algunos casos de gran cuidado patrimonial) como el Liceu de Joan Matabosch, el TNC de Xavier Albertí, el Lliure de Rigola… uno no acaba de tener claro cuáles son las ideas maestras de L’Auditori o, dicho de forma más llana, qué tipo de experiencias sonoras de singularidad puede encontrar ahí un melómano de la ciudad y de nuestro país. Parte de esto se encarna en su motor neurálgico, la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya, una formación que —pese a quien pese— no llega a la segunda división europea y vive alejada de la ambición artística.
Me extraña que poca gente se haya sorprendido de que Robert Brufau, en lugar de continuar con su proyecto, abandone el Auditori para buscar el calor del frío en un cargo de rango menor. También es notorio, insisto, que la llegada de Medem no haya venido acompañada de un debate necesario sobre cómo poder resucitar una entidad que vaga sesteando dentro del espacio sideral de nuestra vida sonora. En casa somos poco desconfiados, y estoy seguro de que Víctor ya tiene algunas ideas sobre cómo hacer más sólida la comunidad que gira en torno a L’Auditori; Medem tiene experiencia contrastada en el mundo privado (nota para futuros concursos públicos; mejor si no se incluye al antiguo jefe del candidato en el jurado de la cosa…), conoce notablemente el modelo germánico de orquestas y ha gestionado el mundo del lied con iniciativas esperanzadoras. Pero ahora comandará un tótem en el que hay poco afán de revolución y mucha, pero que mucha, parsimonia existencial.
No se puede mejorar la imagen y el perfil de una entidad sin realizar un análisis realista y poco complaciente de la misma. Hoy por hoy, y es un pensamiento muy común dentro de los gestores musicales de la ciudad, L’Auditori provoca un hedor a gafe que será difícilmente enderezable. Nada me haría más ilusión que haber pecado de tribunero pesimista y que el nuevo director sea capaz de resucitar al moribundo. Se le gira feina, y necesitará mucha fuerza.
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