Vida 3.0: las promesas de la Inteligencia Artificial

¿Podemos reducir a un algoritmo las sensaciones que provoca el entrar en la Capilla Sixtina o en la nave central de la Sagrada Família? ¿Se puede capturar la verdad que contienen las novelas de Proust o Tolstoi? ¿Es comprensible para un ordenador la emoción que provoca una pieza musical de Beethoven? Parece una cuestión como mínimo cuestionable pensar que puede reducirse a líneas de código a personas de carne y hueso, con capacidad de sentir, crear, destruir, emocionarnos y hacer emocionar, de imaginar universos enteros, entre otras muchas cosas absolutamente asombrosas y que muchas veces ni si quiera entendemos.

[dropcap letter=”D”]

urante los noventa, mientras la revolución de Internet se abría paso en empresas y hogares, poco a poco nos fuimos familiarizando con el concepto de PC, e-mail, la idea de blog o los cambios de hábitos y nuevas realidades que abría las posibilidades del comercio online. Hoy son realidades perfectamente conocidas hasta el punto que ni el menos lego en temas digitales tiene dificultades en entender el modelo de negocio de Amazon. Desde finales de los noventa -que quizás acabará conociéndose como los inicios de la era del silicio-, la capacidad computacional de los ordenadores no ha parado de crecer de forma exponencial: unas posibilidades que alumbran nuevos horizontes que hace tan solo unos pocos años eran meras hipótesis en novelas de ciencia ficción. Dentro de esta nueva oleada de transformación digital que coincide con la Gran Crisis Financiera de 2008, destaca lo que conocemos como Inteligencia Artificial (AI, por sus siglas en inglés), uno de estos nuevos conceptos con mayor poder disruptivo y que mayores retos plantea a medio y largo plazo.

La AI, cuyo nombre quizás no es el mejor escogido (personalmente me convence más hablar de “inteligencia de las máquinas”, aunque claramente tiene menos marketing), se refiere a la capacidad de los ordenadores, de las máquinas, de resolver problemas cada vez más complejos. Hasta aquí ningún problema, no al menos relacionado con las fronteras del saber conocido: se trata de computadores capaces de ejecutar conjuntos de algoritmos de programación cada vez más complejos que permiten dar respuestas a un número cada vez mayor –y que a veces puede parecer infinito– de casos y situaciones. Desde hace ya tiempo que la Inteligencia de las Máquinas es más eficiente que la inteligencia de los humanos, por ejemplo, a la hora de sumar y dividir o calcular los pesos de estructuras complejas, optimizar rutas y procesos, distribuir plazas de parking en un terreno, ganar en juegos de estrategia (incluso en aquellos con unas normas más difíciles y elaboradas), optimizar la fijación de los precios de los billetes aéreos o incluso reconocer caras en las cámaras de seguridad de un aeropuerto, o escribir textos, entre un larguísimo etcétera.

En todos estos casos, desde una simple suma hasta el reconocimiento facial, se trata de aplicaciones, programas y algoritmos donde el universo de posibilidades está definido: fuera del domino programado, la inteligencia artificial demuestra que es más artificial que inteligente. El gran salto, como señala Max Tegmark en el libro de referencia sobre la materia Vida 3.0 (Taurus), vendrá cuando las máquinas sean capaces de aprender por sí solas, es decir, de incrementar ellas misma su dominio de saber. Los expertos en este tipo de cuestiones, como el pionero Ray Kurzeil, identifican este momento (que debería ocurrir cerca de 2045) como la singularidad: a partir de entonces, siendo las máquinas más inteligentes que los humanos, serán estas, y no nosotros, las que tendrán capacidad de crear y fabricar nuevas y mejores máquinas.

Tegmark, que a mi juicio también tiene una imagen muy reduccionista y pobre de lo que es un ser humano (una visión por otra parte muy común hoy en Silicon Valley), sí se esfuerza en armar un discurso tecnológico que no deje al margen el debate ético que entraña la AI, buscando un terreno que permita que la innovación técnica no entre en conflicto con la realidad humana

De este planteamiento surgen también, por ejemplo, las tesis del historiador Yuval Noah Harari expuestas en su conocido libro Homo Deus. La principal falla del libro (que personalmente creo que, pese a sus buenas ventas, no tiene ni pies ni cabeza) es la de reducir la compleja y multidimensional inteligencia humana (basta leer un poco a Antonio Damasio o Howard Gardner) a una inteligencia lineal y cartesiana y, por tanto, fácilmente sustituible por un conjunto de algoritmos. Este análisis deja a un lado toda consideración ético-moral o de carácter transcendental en la naturaleza de las personas que son vistas como robots de carne y hueso. La obra de Tegmark, en este sentido, es algo más rica en la descripción del mundo del mañana de Harari, e incluye el planteamiento de las cuestiones morales y éticas que afloran de dicho diagnóstico, aunque éstas quedan sin responder.

El autor, como sucede en el grueso de libros de otros tecno-evangelistas, no ve límites a la inteligencia artificial, de manera que es solo cuestión de tiempo que esta supere la inteligencia humana y empiece a fijar sus propios objetivos; es decir, que, con el tiempo, las máquinas sean capaces de desarrollar conciencia propia como sucede en la clásica novela de Isaac Asimov Yo, Robot. El grueso del texto se centra en la descripción de los principales desarrollos logrados en este campo y es de gran interés práctico identificando con gran agudeza los retos que pueden aflorar en el medio plazo en multitud de campos, empezando por el terreno político y de las libertades o, como avanzaba al principio, anticipando retos éticos y morales. Tegmark, que a mi juicio también tiene una imagen muy reduccionista y pobre de lo que es un ser humano (una visión por otra parte muy común hoy en Silicon Valley), sí se esfuerza en armar un discurso tecnológico que no deje al margen el debate ético que entraña la AI, buscando un terreno que permita que la innovación técnica no entre en conflicto con la realidad humana.

Aboga, en definitiva, por una revolución digital que no esté enajenada de los asuntos del hombre y que no se rija únicamente por criterios económicos, sino que mantenga un enfoque holístico de las fuerzas que están impulsando la Revolución Digital. Una propuesta que incluye una capa de barniz, aunque tampoco muy gruesa, de renovado humanismo en el campo también de las ciencias puras.

Entender lo que nos espera en el futuro pasa por conocer las posibilidades técnicas de nuestro tiempo, pero también, y sobre todo, por ser buenos conocedores de la naturaleza humana. Por eso les recomiendo vivamente la lectura del libro de Tegmark (estar al día del mundo que viene nunca fue tan importante), pero les animo a que la mariden con una buena novela. Se me ocurre un Un mundo feliz de Huxley

Con todo, y como señalaba en el caso de Harari, la comparación que se hace en todo el libro entre la inteligencia de las máquinas y la naturaleza de la humana es muy simple e imprecisa, lo que hace que se llegue a unas conclusiones distorsionadas y que pueden estar muy alejadas de lo que verdaderamente nos espere en el futuro. Me parece un tema como mínimo cuestionable pensar que puede reducirse a líneas de código a personas de carne y hueso con capacidad de sentir, crear, destruir, emocionarnos y hacer emocionar, de imaginar universos enteros, entre otras muchas cosas absolutamente asombrosas y que muchas veces ni si quiera entendemos (cabe recordar que el cerebro sigue albergando enormes misterios para la ciencia).

¿Podemos reducir a un algoritmo las sensaciones que provoca el entrar en la Capilla Sixtina o en la nave central de la Sagrada Familia? ¿Se puede capturar la verdad que contienen las novelas de Proust o Tolstoi? ¿Es comprensible para un ordenador la emoción que provoca una pieza musical de Beethoven? La moral, la ética, los sentimientos, el anhelo creador o el sentido de transcendencia forman parte de nuestra fisiología como especie; tratar de anticipar el futuro de nuestra especie sin tener en cuenta nuestra verdadera naturaleza nos lleva a los mismos resultados que los logrados por los modelos neoclásicos del “homo economicus”. Nada prometedor. Entender lo que nos espera en el futuro pasa por conocer las posibilidades técnicas de nuestro tiempo, pero también, y sobre todo, por ser buenos conocedores de la naturaleza humana. Por eso les recomiendo vivamente la lectura del libro de Tegmark (estar al día del mundo que viene nunca fue tan importante), pero les animo a que la mariden con una buena novela. Se me ocurre un Un mundo feliz de Huxley, por poner solo un ejemplo.