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Grigory Sokolov, en su reciente actuación en el Palau de la Música © Jacobo Zabalo

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La paradoja Sokolov: ¿pasado y futuro de la interpretación?

Sokolov es un músico que ante todo se deleita (él, en primera persona) con el placer de la interpretación, sin mirarse siquiera en el espejo de la tradición. No hay rastro de criterios historicistas en su manera de tocar. Y del mismo modo que cuando aparece en escena enseguida se sienta frente al piano, sin apenas mirar (ni por tanto saludar) al público, su lectura de las piezas escogidas no se distrae en diálogos o guiños interepocales, ni pretende rescatar la esencia perdida de la partitura, supuestamente afín al verdadero espíritu del compositor.

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n año más, el pianista ruso Grigory Sokolov ha congregado a una muchedumbre de fieles en el Palau de la Música Catalana, llenando prácticamente la Sala de Conciertos. Y ya van once temporadas consecutivas. Poco importa que no anuncie, hasta pocas semanas antes del concierto, cuál ha de ser el programa definitivo, es decir, las piezas que interpretará (con la habitual y relativamente previsible horquilla entre el barroco de Bach o Rameau y el romanticismo maduro y equilibrado de Brahms). Pues, como sucede en los mejores conciertos, el respetable acude por el intérprete, que uno puede considerar desde la concepción romántica, como decantador de esencias o alquimista. Y, sin embargo, estos calificativos se adecuan poco o nada al extraño caso de Sokolov.

Por defecto, teniendo en cuenta el recurrente éxito de convocatoria, uno se ve tentado a pensar que detrás de este fenómeno de masas (dentro del mundo de la música clásica, por supuesto, de por sí reducido en comparación con el pop) encontramos un ingente esfuerzo de mercadotecnia. Una empresa que cuida su imagen e invierte en comunicación, contando con la complicidad del principal implicado (el artista promocionado) que se vendería como un superdotado, un tipo con presencia de divo on stage y encantador fuera de él. Nueva decepción, Sokolov no es un prodigio técnico, ni derrocha simpatía en los actos públicos, que, por cierto, son mínimos, salvando los conciertos. Su persona y modos sugieren un artista de otra época o, más bien, de ninguna época en concreto.

Su persona y modos sugieren un artista de otra época o, más bien, de ninguna época en concreto.

Sokolov es un músico que ante todo se deleita (él, en primera persona) con el placer de la interpretación, sin mirarse siquiera en el espejo de la tradición. No hay rastro de criterios historicistas en su manera de tocar. Y del mismo modo que cuando aparece en escena enseguida se sienta frente al piano, sin apenas mirar (ni por tanto saludar) al público, su lectura de las piezas escogidas no se distrae en diálogos o guiños interepocales, ni pretende rescatar la esencia perdida de la partitura, supuestamente afín al verdadero espíritu del compositor. Hecho muy evidente, sin ir más lejos, en sus tres sonatas de Haydn, en la primera parte del recital del presente año en el Palau. Tampoco se recrea en una forma de virtuosismo tan espectacular como vacuo, aquella ejercitación circense que ha despertado la admiración en todas las épocas, y, como no podía ser de otro modo, también en la nuestra.

 

 

Por el contrario, Sokolov prioriza la declamación de la frase, construye una coherencia que no es meramente subjetiva (caprichosa, motivada por el azar o por las circunstancias de su personalidad) ni resulta de una objetivación, en busca de aquella quintaesencia musical. Donde más y mejor se evidencia su modus operandi es en la serie de Impromptus de Schubert, ya en la segunda parte. El discurrir de estas falsas improvisaciones, de melodía fácil y textura sumamente trabada y poderosa, permite al intérprete la fluctuación temporal. La voluntaria alteración de los tempi y las intensidades. Y con ello la modulación generosa de estados anímicos, que dispensa al piano con pose impertérrita, sin afectación de ningún tipo.

El discurrir de estas falsas improvisaciones, de melodía fácil y textura sumamente trabada y poderosa, permite al intérprete la fluctuación temporal.

Nos explicaba Ignasi Cambra, joven talento a quien dedicaremos próximamente una pieza audiovisual y que acostumbra a acudir a los recitales de Sokolov (no es el único músico que asiste), que en su manera de tocar se aprecia siempre algún tipo de actividad, producto de un trabajo de profundización en la partitura. Una inmersión completa, que hace que la interpretación sea original y merezca la pena prestar oído. Sokolov resuelve los pasajes más intrincados con aparente facilidad, pero, sobre todo, disfruta tornando audibles la mayor parte de matices, en lo que respecta a la relación entre notas y a la sonoridad misma de algunas de ellas, en las que parece probar el piano, amplificando la vibración hermosa que produce. Por eso, quizá, no se conforma con cumplir lo estipulado en el programa, y ofrece casi por costumbre una serie de bises.

La tercera parte del programa, no del todo secreta a estas alturas (a pesar de que nunca es advertida a priori) acostumbra, en efecto, a componerse de una enjundiosa tanda de encores, donde el placer de la interpretación se reencuentra, en primer plano. Por lo general se trata de una serie de seis piezas breves (reaparece en escena unas diez veces, entre saludos y la concesión de cada pieza extra) en las que alterna la prestancia danzabile de un Rameau, compositor para clavicémbalo que en su versión pianística requiere una digitación precisa, con la magnífica paleta de colores y afectos que caracteriza la producción de Chopin, uno de los compositores que más se invoca en este tercer acto del programa. Sokolov satisface las demandas del público, pero con indiferencia enigmática.

El seguimiento y admiración que le profesan algunos jóvenes intérpretes da a entender que, precisamente él (espécimen infrecuente en nuestros tiempos) puede convertirse en referencia.

No parece soberbia, vanidad o desprecio lo que le lleva a mostrarse frío. Es como si reservara todo matiz comunicativo, cualquier forma de complicidad, para la ocasión de su interpretación musical. Esta no es la única, ni la menos fascinante de las paradojas que plantea su personalidad como artista. Pues el seguimiento y admiración que le profesan algunos jóvenes intérpretes da a entender que, precisamente él (espécimen infrecuente en nuestros tiempos) puede convertirse en referencia para el futuro. Nunca antes la formación técnica había sido tan sobresaliente, en un número tan elevado de músicos. La excepcionalidad interpretativa, en cambio, es más difícil de entrenar. En este sentido, no cabe duda de que merece la pena reparar asimismo en aquel su esfuerzo por leer las obras desde dentro.

El contradiscurso que encarna Sokolov (sin pretender adoctrinar, por supuesto, cosa ajena a su personalidad) no solo demuestra ser genuino, sino que también resulta exitoso: conmueve y por tanto atrae a muchos oyentes a las salas de conciertos. Quizá la mejor prueba de que la música trasciende el mero entretenimiento la proporcionen los propios artistas, aquellos que (como Grigory Sokolov) la viven sobre el escenario con una intensidad particular, posibilitando la emanación de ese inexplicable magnetismo. Inabordable en origen, depara experiencias estéticas que fidelizan mucho más que otras promesas de felicidad inmediata.

Grigory Sokolov, en su reciente actuación en el Palau de la Música © Jacobo Zabalo

La paradoja Sokolov: ¿pasado y futuro de la interpretación?

Sokolov es un músico que ante todo se deleita (él, en primera persona) con el placer de la interpretación, sin mirarse siquiera en el espejo de la tradición. No hay rastro de criterios historicistas en su manera de tocar. Y del mismo modo que cuando aparece en escena enseguida se sienta frente al piano, sin apenas mirar (ni por tanto saludar) al público, su lectura de las piezas escogidas no se distrae en diálogos o guiños interepocales, ni pretende rescatar la esencia perdida de la partitura, supuestamente afín al verdadero espíritu del compositor.

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n año más, el pianista ruso Grigory Sokolov ha congregado a una muchedumbre de fieles en el Palau de la Música Catalana, llenando prácticamente la Sala de Conciertos. Y ya van once temporadas consecutivas. Poco importa que no anuncie, hasta pocas semanas antes del concierto, cuál ha de ser el programa definitivo, es decir, las piezas que interpretará (con la habitual y relativamente previsible horquilla entre el barroco de Bach o Rameau y el romanticismo maduro y equilibrado de Brahms). Pues, como sucede en los mejores conciertos, el respetable acude por el intérprete, que uno puede considerar desde la concepción romántica, como decantador de esencias o alquimista. Y, sin embargo, estos calificativos se adecuan poco o nada al extraño caso de Sokolov.

Por defecto, teniendo en cuenta el recurrente éxito de convocatoria, uno se ve tentado a pensar que detrás de este fenómeno de masas (dentro del mundo de la música clásica, por supuesto, de por sí reducido en comparación con el pop) encontramos un ingente esfuerzo de mercadotecnia. Una empresa que cuida su imagen e invierte en comunicación, contando con la complicidad del principal implicado (el artista promocionado) que se vendería como un superdotado, un tipo con presencia de divo on stage y encantador fuera de él. Nueva decepción, Sokolov no es un prodigio técnico, ni derrocha simpatía en los actos públicos, que, por cierto, son mínimos, salvando los conciertos. Su persona y modos sugieren un artista de otra época o, más bien, de ninguna época en concreto.

Su persona y modos sugieren un artista de otra época o, más bien, de ninguna época en concreto.

Sokolov es un músico que ante todo se deleita (él, en primera persona) con el placer de la interpretación, sin mirarse siquiera en el espejo de la tradición. No hay rastro de criterios historicistas en su manera de tocar. Y del mismo modo que cuando aparece en escena enseguida se sienta frente al piano, sin apenas mirar (ni por tanto saludar) al público, su lectura de las piezas escogidas no se distrae en diálogos o guiños interepocales, ni pretende rescatar la esencia perdida de la partitura, supuestamente afín al verdadero espíritu del compositor. Hecho muy evidente, sin ir más lejos, en sus tres sonatas de Haydn, en la primera parte del recital del presente año en el Palau. Tampoco se recrea en una forma de virtuosismo tan espectacular como vacuo, aquella ejercitación circense que ha despertado la admiración en todas las épocas, y, como no podía ser de otro modo, también en la nuestra.

 

 

Por el contrario, Sokolov prioriza la declamación de la frase, construye una coherencia que no es meramente subjetiva (caprichosa, motivada por el azar o por las circunstancias de su personalidad) ni resulta de una objetivación, en busca de aquella quintaesencia musical. Donde más y mejor se evidencia su modus operandi es en la serie de Impromptus de Schubert, ya en la segunda parte. El discurrir de estas falsas improvisaciones, de melodía fácil y textura sumamente trabada y poderosa, permite al intérprete la fluctuación temporal. La voluntaria alteración de los tempi y las intensidades. Y con ello la modulación generosa de estados anímicos, que dispensa al piano con pose impertérrita, sin afectación de ningún tipo.

El discurrir de estas falsas improvisaciones, de melodía fácil y textura sumamente trabada y poderosa, permite al intérprete la fluctuación temporal.

Nos explicaba Ignasi Cambra, joven talento a quien dedicaremos próximamente una pieza audiovisual y que acostumbra a acudir a los recitales de Sokolov (no es el único músico que asiste), que en su manera de tocar se aprecia siempre algún tipo de actividad, producto de un trabajo de profundización en la partitura. Una inmersión completa, que hace que la interpretación sea original y merezca la pena prestar oído. Sokolov resuelve los pasajes más intrincados con aparente facilidad, pero, sobre todo, disfruta tornando audibles la mayor parte de matices, en lo que respecta a la relación entre notas y a la sonoridad misma de algunas de ellas, en las que parece probar el piano, amplificando la vibración hermosa que produce. Por eso, quizá, no se conforma con cumplir lo estipulado en el programa, y ofrece casi por costumbre una serie de bises.

La tercera parte del programa, no del todo secreta a estas alturas (a pesar de que nunca es advertida a priori) acostumbra, en efecto, a componerse de una enjundiosa tanda de encores, donde el placer de la interpretación se reencuentra, en primer plano. Por lo general se trata de una serie de seis piezas breves (reaparece en escena unas diez veces, entre saludos y la concesión de cada pieza extra) en las que alterna la prestancia danzabile de un Rameau, compositor para clavicémbalo que en su versión pianística requiere una digitación precisa, con la magnífica paleta de colores y afectos que caracteriza la producción de Chopin, uno de los compositores que más se invoca en este tercer acto del programa. Sokolov satisface las demandas del público, pero con indiferencia enigmática.

El seguimiento y admiración que le profesan algunos jóvenes intérpretes da a entender que, precisamente él (espécimen infrecuente en nuestros tiempos) puede convertirse en referencia.

No parece soberbia, vanidad o desprecio lo que le lleva a mostrarse frío. Es como si reservara todo matiz comunicativo, cualquier forma de complicidad, para la ocasión de su interpretación musical. Esta no es la única, ni la menos fascinante de las paradojas que plantea su personalidad como artista. Pues el seguimiento y admiración que le profesan algunos jóvenes intérpretes da a entender que, precisamente él (espécimen infrecuente en nuestros tiempos) puede convertirse en referencia para el futuro. Nunca antes la formación técnica había sido tan sobresaliente, en un número tan elevado de músicos. La excepcionalidad interpretativa, en cambio, es más difícil de entrenar. En este sentido, no cabe duda de que merece la pena reparar asimismo en aquel su esfuerzo por leer las obras desde dentro.

El contradiscurso que encarna Sokolov (sin pretender adoctrinar, por supuesto, cosa ajena a su personalidad) no solo demuestra ser genuino, sino que también resulta exitoso: conmueve y por tanto atrae a muchos oyentes a las salas de conciertos. Quizá la mejor prueba de que la música trasciende el mero entretenimiento la proporcionen los propios artistas, aquellos que (como Grigory Sokolov) la viven sobre el escenario con una intensidad particular, posibilitando la emanación de ese inexplicable magnetismo. Inabordable en origen, depara experiencias estéticas que fidelizan mucho más que otras promesas de felicidad inmediata.