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a pregunta por el liderazgo suele llevar consigo la carga elegíaca de los mitos de la edad de oro. “No hay líderes como los de antes”, decimos, mientras comparamos interiormente la imagen de un Churchill victorioso con la del Cameron que da de mamar a un ternero. La nostalgia de liderazgos, sin embargo, puede ir más allá del reproche al presente o la necesidad de un asidero moral que aporte congruencia a la complejidad de nuestros días. Así, en la alabanza a Robert Schuman y los impulsores del Tratado de Roma damos una épica de legitimación inteligible —y útil— a lo mejor del mundo que hemos conocido: la propia UE y el consenso de posguerra. Y, aun cuando el liderazgo tenga no menos que ver con una institucionalidad dada y la correlación de fuerzas de un ciclo político, sus referentes todavía nos sirven para alzar un arquetipo de ejemplaridad: virtudes públicas, gravitas, audacia, pulso del país y visión de la circunstancia histórica, generación de confianza, etc. En definitiva: sin tener presentes a los líderes del ayer, sabríamos menos cómo han de ser los líderes de hoy.
A los efectos de un mundo líquido, no está de más un recordatorio: el liderazgo aún importa. Acoger a refugiados, resistirse al “rescate” o convocar un referéndum fueron —en última instancia— decisiones de la responsabilidad de Merkel, Rajoy y Cameron. Por eso, la pregunta por el liderazgo siempre es la pregunta por su calidad. De hecho, no faltan nuevos líderes: recordemos, en apenas unos años, y sin salir de España, casos como los de Rivera, Iglesias o Colau. E incluso podemos apreciar alguna ironía: tras años de reclamar liderazgos más sólidos en Europa, algunos de sus protagonistas —de Mélenchon a Grillo o Le Pen— han logrado inspirar más miedo que confianza. El caso de Estados Unidos presenta sus propias paradojas: Obama y Trump son caracteres antitéticos, pero su gestación tiene paralelismos en el humus de la sociedad digital y la política espectacularizada. También, en la permeabilidad de un sistema de partidos que —como vemos en el paso del demócrata al republicano— conoce sus ambivalencias.
No vivimos en un mundo más difícil que hace sesenta años: aquella generación política tuvo —literalmente— que alzar Europa de sus ruinas. Pero no ha habido “fin de la historia” y tal vez estemos ante un mundo más complejo. Lo vemos en los escollos a la hora de asentar hoy un liderazgo. La fragmentación de las sociedades —campo/ciudad, mayores/jóvenes— impide relatos comunes y puntos de encuentro. El malestar de la crisis ha sido una prima política para oportunistas. La globalización —la misma Unión Europea— lima el alcance de los liderazgos puramente nacionales. La conversación pública, tal y como se sustancia en las redes y se amplifica en las televisiones, intensifica nuestra conocida tendencia a las respuestas primarias, sea en el afán de novedad, la ponderación excesiva del carisma, el escrutinio de la vida personal de los políticos o la merma de la atención ante discusiones complejas. Y, ante todo, topamos con la pérdida de autoridad de las instancias que —como la prensa o los partidos políticos— hasta ahora eran útiles para mediar entre política y sociedad civil.
Si durante un tiempo hemos lamentado la apatía política de la ciudadanía, ahora pueden preocupar los rasgos de su hiperpolitización. En la predilección actual por un líder hay rasgos de selfie, narcisismo o bufet libre: tras llevar a los socialistas franceses a la catástrofe, Hamon anunció una nueva plataforma política, como en su momento ya había hecho Mélenchon. El PSOE español también ha conocido estos años dispersiones cercanas a la fractura, igual que Podemos entre errejonistas y pablistas. En este “sírvase usted mismo” puede ocurrir —caso Macron— que se elija a un líder sin partido —y, por tanto, menos líder—. Rasgo común de cierto romanticismo que, sorprendentemente, aún late en nuestro tiempo: el aprecio por el rebelde, por el outsider, por el maverick. No descartemos que haya ahí algo de réplica ante uno de los problemas de los partidos tradicionales: la falta de meritocracia en la selección de sus cuadros.
La hiperpolitización viene de la mano de una fe nunca vista en la política. Y, sin embargo, aquí hay también espacio para la paradoja. En efecto, a despecho de tantos candidatos “alfa” y tantos hiperliderazgos, la realidad parece haber premiado a los líderes —digámoslo así— modestos. Merkel no ha causado, entre los conservadores europeos, las emociones que provocó Cameron. Fueron Monti y Renzi —no Rajoy— quienes se llevaron las portadas del Time, antes de ser engullidos por el sumidero de la historia. Incluso puede postularse que la grisura de Van Rompuy ha sido más efectiva en una Europa en crisis que el colorido de un Juncker en la Europa poscrisis. Cierto observador británico mostró en una ocasión su pasmo por la grisura de algunos premiers exitosos, de Salisbury a Clement Atlee. Por contraintuitivo que parezca, los modestos heredarán la tierra y además pueden ganar las elecciones.
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a pregunta por el liderazgo suele llevar consigo la carga elegíaca de los mitos de la edad de oro. “No hay líderes como los de antes”, decimos, mientras comparamos interiormente la imagen de un Churchill victorioso con la del Cameron que da de mamar a un ternero. La nostalgia de liderazgos, sin embargo, puede ir más allá del reproche al presente o la necesidad de un asidero moral que aporte congruencia a la complejidad de nuestros días. Así, en la alabanza a Robert Schuman y los impulsores del Tratado de Roma damos una épica de legitimación inteligible —y útil— a lo mejor del mundo que hemos conocido: la propia UE y el consenso de posguerra. Y, aun cuando el liderazgo tenga no menos que ver con una institucionalidad dada y la correlación de fuerzas de un ciclo político, sus referentes todavía nos sirven para alzar un arquetipo de ejemplaridad: virtudes públicas, gravitas, audacia, pulso del país y visión de la circunstancia histórica, generación de confianza, etc. En definitiva: sin tener presentes a los líderes del ayer, sabríamos menos cómo han de ser los líderes de hoy.
A los efectos de un mundo líquido, no está de más un recordatorio: el liderazgo aún importa. Acoger a refugiados, resistirse al “rescate” o convocar un referéndum fueron —en última instancia— decisiones de la responsabilidad de Merkel, Rajoy y Cameron. Por eso, la pregunta por el liderazgo siempre es la pregunta por su calidad. De hecho, no faltan nuevos líderes: recordemos, en apenas unos años, y sin salir de España, casos como los de Rivera, Iglesias o Colau. E incluso podemos apreciar alguna ironía: tras años de reclamar liderazgos más sólidos en Europa, algunos de sus protagonistas —de Mélenchon a Grillo o Le Pen— han logrado inspirar más miedo que confianza. El caso de Estados Unidos presenta sus propias paradojas: Obama y Trump son caracteres antitéticos, pero su gestación tiene paralelismos en el humus de la sociedad digital y la política espectacularizada. También, en la permeabilidad de un sistema de partidos que —como vemos en el paso del demócrata al republicano— conoce sus ambivalencias.
No vivimos en un mundo más difícil que hace sesenta años: aquella generación política tuvo —literalmente— que alzar Europa de sus ruinas. Pero no ha habido “fin de la historia” y tal vez estemos ante un mundo más complejo. Lo vemos en los escollos a la hora de asentar hoy un liderazgo. La fragmentación de las sociedades —campo/ciudad, mayores/jóvenes— impide relatos comunes y puntos de encuentro. El malestar de la crisis ha sido una prima política para oportunistas. La globalización —la misma Unión Europea— lima el alcance de los liderazgos puramente nacionales. La conversación pública, tal y como se sustancia en las redes y se amplifica en las televisiones, intensifica nuestra conocida tendencia a las respuestas primarias, sea en el afán de novedad, la ponderación excesiva del carisma, el escrutinio de la vida personal de los políticos o la merma de la atención ante discusiones complejas. Y, ante todo, topamos con la pérdida de autoridad de las instancias que —como la prensa o los partidos políticos— hasta ahora eran útiles para mediar entre política y sociedad civil.
Si durante un tiempo hemos lamentado la apatía política de la ciudadanía, ahora pueden preocupar los rasgos de su hiperpolitización. En la predilección actual por un líder hay rasgos de selfie, narcisismo o bufet libre: tras llevar a los socialistas franceses a la catástrofe, Hamon anunció una nueva plataforma política, como en su momento ya había hecho Mélenchon. El PSOE español también ha conocido estos años dispersiones cercanas a la fractura, igual que Podemos entre errejonistas y pablistas. En este “sírvase usted mismo” puede ocurrir —caso Macron— que se elija a un líder sin partido —y, por tanto, menos líder—. Rasgo común de cierto romanticismo que, sorprendentemente, aún late en nuestro tiempo: el aprecio por el rebelde, por el outsider, por el maverick. No descartemos que haya ahí algo de réplica ante uno de los problemas de los partidos tradicionales: la falta de meritocracia en la selección de sus cuadros.
La hiperpolitización viene de la mano de una fe nunca vista en la política. Y, sin embargo, aquí hay también espacio para la paradoja. En efecto, a despecho de tantos candidatos “alfa” y tantos hiperliderazgos, la realidad parece haber premiado a los líderes —digámoslo así— modestos. Merkel no ha causado, entre los conservadores europeos, las emociones que provocó Cameron. Fueron Monti y Renzi —no Rajoy— quienes se llevaron las portadas del Time, antes de ser engullidos por el sumidero de la historia. Incluso puede postularse que la grisura de Van Rompuy ha sido más efectiva en una Europa en crisis que el colorido de un Juncker en la Europa poscrisis. Cierto observador británico mostró en una ocasión su pasmo por la grisura de algunos premiers exitosos, de Salisbury a Clement Atlee. Por contraintuitivo que parezca, los modestos heredarán la tierra y además pueden ganar las elecciones.