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La Barcelona vertical

La imagen de una Barcelona sin rascacielos forma parte de una creencia extendida en el Mediterráneo como modelo de ciudad, como ocurre también en Roma o Atenas. En la dirección opuesta, existen ciudades como Nueva York, Londres o Madrid que han basado su modelo en la verticalidad. En la actual Barcelona, algún edificio supera por poco los 150 metros de altura

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a visión que se tiene de Barcelona es una visión horizontal sustentada en las retículas del plan Cerdá que proyectan la ilusión de una ciudad plana, armonizada por una altura controlada y medida que no puede sobrepasar a la Sagrada Familia. La imagen más poderosa para entender la inclinación de Barcelona por la “pequeña dimensión” es el edificio de la Illa, obra de Rafael Moneo y Manuel de Solà-Morales, dos reconocidos arquitectos ganadores del premio FAD en 1994. El edificio es un rascacielos horizontal que parece querer levantarse pero no puede, ni le dejan. Este límite de la altura edificable es un planteamiento que obliga a la ciudad a expandirse horizontalmente y a renunciar a la verticalidad arquitectónica.

La “época de Porcioles” fue un periodo de la historia de la ciudad en que el alcalde José María Porcioles determinó un proyecto de ciudad vertical permitiendo construir más plantas hacia arriba y hacia abajo de los edificios. Se construyeron en pleno eixample viviendas en terrazas y voladizos, se alzaron áticos claramente visibles como volúmenes añadidos de los edificios originales, resultado de una política especulativa de edificabilidad sin control que llegó a popularizarse con la frase “A l’Eixample li surten barrets“. Fueron tiempos donde Barcelona convivía con el barraquismo y una política urbanística sin control ni criterio estético basada en hacer crecer la ciudad sin prestar atención a un adecuado desarrollo futuro.

La figura de Porcioles iba mucho más allá de la meramente política, como bien sintetizó el historiador Martí Marín al afirmar que era “más que un alcalde, menos que un ministro”. La estrategia de actuación llevada a cabo se basaba en la “patente de corso” justificada como la única forma de sacar Barcelona del pasado para orientarla al futuro con iniciativas como la Carta Municipal de Barcelona. La Barcelona vertical permisiva y errática de Porcioles ha consolidado interpretar la noción de verticalidad como un aspecto negativo y especulativo. La aprensión y rechazo a la ciudad  vertical vienen motivados no sólo por razones de carácter urbanístico, sino también por razones simbólicas y sociales. Un rascacielos es percibido como una torre de la que solo los privilegiados pueden acceder a sus áticos elitistas, que emite un mensaje de ciudad que tiene “un up y un Down”, que descansa sus construcciones en la especulación, corrompiendo lo público. Sin embargo, a esta visión negativa se podría contraponer otra positiva que sería la representación de los rascacielos como reflejo del potencial tecnológico, de innovación o como una nueva forma más eficiente y sostenible para aprovechar la falta de espacio edificable.

Fue durante la proyección de la Barcelona Olímpica cuando se fijó el ideal de limitar en 150 metros la altura máxima edificable. La Barcelona horizontal siempre ha triunfado sobre la vertical

La imagen de una Barcelona sin rascacielos forma parte de una creencia extendida en el Mediterráneo como modelo de ciudad, como ocurre también en Roma o Atenas. En la dirección opuesta, existen ciudades como Nueva York, Londres o Madrid que han basado su modelo en la verticalidad. En la actual Barcelona los edificios superan en casi nada los 150 metros de altura: la conocida como torre Agbar tiene 144 metros de altura, la torre Mapfre se alza hasta 154 metros y la torre central de la Sagrada familia alcanzará los 172 metros de altura una vez acabada, un metro menos de altura que la montaña de Montjuïc. La única excepción a este planteamiento es la Torre de Collserola de Norman Foster, que llega a los 289 metros de altura. En Madrid, el edificio más alto es la Torre MNN1, con más de 250 metros, y le siguen la Torre de Cristal con 249 metros, la Torre CEPSA con 248 metros, la Torre PwC con 236 metros, la Torre MNN2 con más de 230 metros, Torre España con 232,  Torre Espacio con 224 metros y Torre Picasso con 156 metros. Fue durante la proyección de la Barcelona Olímpica cuando se fijó el ideal de limitar en 150 metros la altura máxima edificable. La Barcelona horizontal siempre ha triunfado sobre la vertical sin que, hasta hoy, se haya realizado un debate público que permita plantear la siguiente pregunta ¿la Barcelona del siglo XXI puede permitirse no proyectarse hacia arriba cuando tiene tantos problemas para generar una efectiva área metropolitana?

En las últimas semanas, desde diferentes foros y en varios artículos, se ha deslizado que sería bueno para Barcelona abrir el debate sobre la ciudad vertical como posible modelo para poder avanzar hacia una ciudad más moderna y competitiva. Las razones que operan precisan hacer más rentable la construcción de nuevos edificios como la posibilidad de dar licencias para alzar nuevas plantas en edificios ya construidos. Frente a esta propuesta se da la contraria, argumentando que una ciudad vertical implica una ciudad que dibuja en el imaginario del ciudadano la idea de mayor desigualdad social, mayor especulación y favorecer a los más privilegiados. También los hay quienes esgrimen razones estéticas y de tradición cultural más cercana a los pequeños espacios, a la ciudad que se puede abarcar con los ojos alzando solo un poco la mirada.

El proyecto de la Sagrada Familia para el 2026 plantea que en el 2022 la basílica alcanzará 172,5 metros; por lo tanto, no es de extrañar que el mundo económico mire hacia el cielo observando cómo se eleva el templo para así poder también contemplar cómo se elevan sus edificios. La noticia de que la Sagrada Familia crecerá debería permitir abrir el debate sobre la nueva Barcelona si quiere plantearse la viabilidad de hacer compatible más ciudad con mejor ciudad.