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Hipnosis de campamento de verano: avenida de Pau Casals

Nos dirigimos avenida arriba: saludado al maestro Pau Casals, hay que agitarse para espantar la colonia de palomas pomposa que hace vida allí. Algún vecino las debe mal habituar, porque la colonia amenaza en plaga. Ratas voladoras, dice un amigo mío de esas criaturas urbanas. Las palomas hacen mirar demasiado las migajas en el suelo, pero también tienen la virtud de hacer levantar la vista de vez en cuando. Me doy cuenta de un detalle arbóreo que llama mucho la atención en este punto condensado de Barcelona: lo que hay plantado en ambos lados de la avenida son pinos y naranjos

La avenida Pau Casals recuerda los Jardinets de Gracia pero en pequeño. Todo es un poco más modesto y menos transitado. Los rectángulos con césped, la escultura, la amplitud de la avenida… En la parte alta guarda una sorpresa, el Turó Parc, un regalo verde que parece inaudito que pueda existir a menos de medio kilómetro de una de las rotondas con más trajín de Barcelona, la de Francesc Macià. Entre la Avenida Diagonal y el Turó Parc, se encuentra la avenida que lleva el nombre del formidable violonchelista, a quien se homenajea con una escultura de dimensiones discretas y formas suaves situada en la parte de abajo, obra de Josep Viladomat.

Dejamos atrás la megarotonda de Francesc Macià, donde todos los transportes posibles bailan un vals vertiginoso (aparte de los más ortodoxos, patinetes, bicis, bicis del Bicing, motos, Segways, patinetes eléctricos…). Nos dirigimos avenida arriba: saludado al maestro Pau Casals, hay que agitarse para espantar la colonia de palomas pomposa que hace vida allí. Algún vecino las debe mal habituar, porque la colonia amenaza en plaga. Ratas voladoras, dice un amigo mío de esas criaturas urbanas. Las palomas hacen mirar demasiado las migajas en el suelo, pero también tienen la virtud de hacer levantar la vista de vez en cuando. Me doy cuenta de un detalle arbóreo que llama mucho la atención en este punto condensado de Barcelona: lo que hay plantado en ambos lados de la avenida son pinos y naranjos. En paralelo, se alinean edificios de una leve esencia neoclásica y unos cuantos establecimientos y negocios de alto standing. Algunos hacen más evidente que otros que aquí hay pasta. Hay destacadas oficinas que pasan desapercibidas.

Junto a una entrada del parking, a la mitad de la avenida, doy con un grupo de adolescentes de instituto que parecen agotar los últimos días de lo que debe ser una especie de campamento de verano. Quisiera sentarme al banco que tienen más cerca para observarlos con detenimiento, pero ya está cogido: un hombre mira del derecho y del revés su cámara fotográfica y haciendo pruebas de toda clase, ajeno al juego de los jóvenes.

—No se puede esquivar!— vocea la monitora indicando las reglas del juego. Diría que es un juego de imitaciones gestuales y a pillar, a partir de la referencia de la bolsa de la monitora situada a unos cuatro metros. No acabo de entender las reglas. Nunca fui a un campamento de verano, yo

Aunque todo hace pensar que son jóvenes de instituto, me parecen algo grandullones para estar participando en un campamento de verano. Es que los adolescentes de ahora crecen más que los de antes? Me empieza a angustiar una sensación rara, la de saber que yo ya no soy una de ellos, que ya no pertenezco a su grupo.

—No se puede esquivar!— vocea la monitora indicando las reglas del juego. Diría que es un juego de imitaciones gestuales y a pillar, a partir de la referencia de la bolsa de la monitora situada a unos cuatro metros. No acabo de entender las reglas. Nunca fui a un campamento de verano, yo.

La monitora parece campechana y tener ascendencia sobre el grupo. Quiero decir que se nota que le hacen caso. Se hacen dos equipos. Uno de cada grupo sale corriendo en dirección a la bolsa. El uno frena el otro y el otro tiene que repetir los gestos del uno. Estalla el griterío cuando uno bate el contrincante por los pelos. O bien una bronca cómica cuando alguien se salta las reglas que han aprendido al dedillo y que yo todavía no acabo de captar. Están concentrados en el juego como si les fuera la vida. Pasan un par de señores encorbatados que se les miran sonrientes, con cierta indolencia. Tal es el calor y el contraste de ir enfundados en aquellos trajes. Quizás ellos también intentan desentrañar las reglas del juego.

—Uno, dos, tres, ¡ya…!

Son las nueve y media de la mañana de finales de julio y me doy cuenta que me quedaría toda la mañana observándolos. Ellos, jugando. El señor con la cámara, ensayando posiciones. Y yo… yo levantando acta del tiempo infinito, el verano sin límite al que se vierten aquellos adolescentes. Yo, sintiéndome notario que consigna un tiempo pasado, la nostalgia por lo que no se ha vivido o por lo que, por más que te empeñes, ya no volverá. Me siento notario y no me siento, porque el notario levanta acta con el aire mecánico de la repetición cíclica, inapelable. “Las leyes son las mismas y son así, no podemos hacer nada”. El notario no siente el vértigo y el misterio del paso del tiempo, del rodillo que no se detiene y que al final hace que le preguntes: ¿por qué a mí también?

Los sigo, hipnotizada. El grupo parece cercado por un campo magnético que, lejos de repeler me, me atrae, como la miel a las abejas. Cuando se darán cuenta que el juego no debe detenerse? Cuando se darán cuenta que han dejado de jugar?

La monitora reúne las cosas y el grupo se encamina hacia el Turó Parc, entre empujoncitos, bromas y una pareja que se quedan rezagados, a la hora de las confidencias y a la espera de los besos que llegarán antes de que acabe el campamento de verano . Los sigo, hipnotizada. El grupo parece cercado por un campo magnético que, lejos de repeler me, me atrae, como la miel a las abejas. Cuando se darán cuenta que el juego no debe detenerse? Cuando se darán cuenta que han dejado de jugar? En lo alto de la avenida unas señales indican la bifurcación inevitable: a la izquierda, la plaza Sant Gregori Taumaturg; a la derecha, el Mercado de Galvany… Quién sabe si el taumaturgo encontraría alguna respuesta. Sonrío sabiendo que no.

La plazoleta que da entrada al parque tiene una forma de pequeño anfiteatro sin gradas. Sólo una hilera de bancos a ambos lados de la entrada. En la parte de sombra, se resguardan tres o cuatro personas. Una, estirada. Si fuera en Francia, la plaza tendría el arquetípico monumento ostentoso dedicado a los muertos de alguna de las grandes guerras. Esta las recuerda, pero es más modesta, como lo es la avenida. Y el monumento, de dimensiones ostentosas, queda bien alejado de cualquier belicismo. Dedicado también a Pau Casals, obra de Apel·les Fenosa, sobresalen flautas y alas de ángeles y un poema de Espriu que hace de colofón. Los adolescentes ya han marchado, parque adentro, y se ha hecho un silencio extraño. Es como si se hubieran llevado su juventud y un trozo de la mía.