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Áliens en la Plana

Quien nunca haya puesto los pies en Badalona –o que lo ha hecho en circunstancias anómalas, como un entierro o un recital de poesía–, cuando llegue a la Plana –que es como popularmente se llama esta plaza– le llamarán la atención tres elementos: la estética antigua del polideportivo, la amplitud generosa de la plaza y el monumento que no se sabe muy bien qué es, pero que ante la duda, es un monumento a la sardana

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i un extraterrestre cayera en la plaza de la Plana de Badalona, enseguida le llamarían la atención tres cosas. Bueno, digo extraterrestre para manejar ese recurso gastado de la vida alienígena, pero a estas alturas me doy cuenta que ya no tiene sentido. Y más cuando cada día comprobamos con parsimonia que los áliens están entre nosotros, pasan por normales y funcionan como moneda corriente en el mercado. De hecho, suelen ser los que más gritan y por eso consiguen pasar más desapercibidos, porque lo que hay que hacer para disimular es gritar bien fuerte. Por lo tanto, es mejor que recomience: quien nunca haya puesto los pies en Badalona –o que lo ha hecho en circunstancias anómalas, como un entierro o un recital de poesía–, cuando llegue a la Plana –que es como popularmente se llama esta plaza– le llamarán la atención tres elementos: la estética antigua del polideportivo, la amplitud generosa de la plaza y el monumento que no se sabe muy bien qué es, pero que ante la duda, es un monumento a la sardana.

Dicen las crónicas que esta plaza no se urbanizó hasta después de la Guerra Civil, que a partir de 1979 dejó atrás la denominación franquista para recuperar el nombre popular de la Plana, que el campo de baloncesto se inauguró en 1948 y se cubrió 14 años más tarde…

Empecemos por el monumento. En este país, cuando un monumento tiene una formulación intrincada –cuatro hierros que suben sin una dirección concreta– y no hay forma de averiguar qué es lo que conmemora, entonces es que es un monumento a la sardana. Y que conste que este comentario no lo uso porque la escultura de la Plana me resultase desabrida. Al contrario: me llamó la atención la libertad con que algunas cintas de hierro despegaban y hacían contorsiones hacia el cielo y el azul turquesa que las coloreaba, de mitad para arriba, así un poco arbitrariamente, y que parecía que fuera de conjunto con el azul de la puerta del polideportivo. Pero ocurre que no supe ver que fuera un monumento a la sardana (no me fijé en la pequeña placa que hay en un extremo de la base de la escultura, no osé pisar el césped para acercarme… Bah, excusas de cronista). Después llegué a casa y todas las fabulaciones que me había montado para desentrañar el sentido metafísico del conjunto de la plaza se fueron al traste gracias a una búsqueda tranquila por Internet, que me demostró que esta es una plaza con historia. El monumento es obra de Esther Albardané, una artista con obra muy conocida en Italia y Japón, y fue erigido en 1988, cuando Badalona fue Ciutat Pubilla de la Sardana.

El brote de nostalgia se me amplía cuando descubro que este polideportivo fue el primer campo de la Penya –el Juventut de Badalona– y la primera pista cubierta de baloncesto del Estado. Ahora incluso siento no haberme arrodillado.

Dicen las crónicas que esta plaza no se urbanizó hasta después de la Guerra Civil, que a partir de 1979 dejó atrás la denominación franquista para recuperar el nombre popular de la Plana, que el campo de baloncesto se inauguró en 1948 y se cubrió 14 años más tarde… Eh, detengámonos en el baloncesto. Cuando fui a ver esta plaza, no quise evitar el impulso de asomarme a la pista (me interesaba más que los hierros). El aspecto exterior del polideportivo remite a una estética de hace décadas: unos aros olímpicos en lo alto de la fachada, de color granate, con la puerta y el zócalo azul turquesa como el del monumento a la sardana. A mí esta envoltura me teletransportó a las pistas de baloncesto de hace veinte y treinta años. Entonces, una niña flaca, que parecía que de una ráfaga de viento se iría derecho al suelo, cogía el balón, se hartaba de botarlo mirando todo el rato al suelo –como hacen todos los niños cuando empiezan a jugar a baloncesto– y las demás nueve jugadoras alrededor del balón, y el avispero de niñas que subía y bajaba, y aún gracias si caía alguna canasta. Y ahora el balón quedaba fuera de control y se hacía un grupo de cuatro o cinco, tiradas al suelo, forcejeando hasta que el árbitro pitaba “lucha”. Y una niña –que podía ser yo– se ponía la mano en la rodilla, con una leve quemadura debido al aterrizaje forzoso en la pista.

El brote de nostalgia se me amplía cuando descubro que este polideportivo fue el primer campo de la Penya –el Juventut de Badalona– y la primera pista cubierta de baloncesto del Estado. Ahora incluso siento no haberme arrodillado. Pero lo que sí hice fue recorrer y dar la vuelta entera a la plaza, embobada con los niños que jugaban en los parques infantiles. Hay un parque más pequeño en el lado izquierdo y uno más grande en el lado derecho, mirando hacia el mar. En el parque más amplio hacen acto de presencia tres niños espigados, camino de la adolescencia. No lo saben, pero dentro de cuatro días ya no vendrán. Hoy aún están y se dedican a llamar y mostrar al resto como son de forzudos, colgándose de alguna estructura unos segundos, a ver quién aguanta más. Detrás de un primer chico larguirucho, uno de flaco lo quiere imitar. Es curioso como desde pequeños, cuando todavía no han salido ni del parque, se activa la mímesis, este impulso de querer impresionar a los demás y de sacar, en algunos casos, el gorila de discoteca que llevan dentro. Los tres preadolescentes contrastan con unas niñas tumbadas bajo la estructura de la caseta, que parecen hablar de sus cosas, ajenas –todavía, afortunadamente– al revuelo y la chulería que ya conocerán de mayores, cuando conozcan los áliens de verdad.