El país del 600

El Seat 600 hizo grandes aportaciones al imaginario colectivo: hizo crecer el comercio junto a la carretera, fomentó la aparición de segundas residencias en urbanizaciones y propició el nacimiento de la imprescindible figura del dominguero. Hasta entonces, las excursiones las hacíamos en autobús o a pie, pero a partir de aquel momento cualquier prado o cualquier sombra bajo los pinos era idónea para plantar la barbacoa.

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odo aquel que tenga una cierta edad tiene alguna anécdota relacionada con un Seat 600. Ya sea el refrigerador sacando humo a media collada de Toses, ya sean excursiones a la playa con familia, suegra y perro, hacinados en aquel cubículo diminuto, o ya sea aquella noche que intentasteis «amaros» dentro del coche, haciendo todo tipo de malabarismos. El 600 es, sin ningún tipo de duda, el coche con más historia de este país, más por lo que significó socialmente que por sus miserables prestaciones: tenía una cilindrada de 633 cc y a duras penas llegaba a los 90 por hora.

Hasta que no se funda la Seat, en el año 1950, España está a la cola automovilística de Europa, con 3 vehículos por cada 1.000 habitantes y un parque de automóviles con una pila de vehículos de antes de la guerra, de empresas de producción reducida como las catalanas Hispano Suiza o Abadal. Pero el franquismo necesitaba su automóvil de masas y, como explica muy bien José Feliu en el Atlas Ilustrado del Seat 600 (interesantísimo), las autoridades del régimen pactaron con la Fiat italiana la instalación de la Seat en la Zona Franca: Barcelona pondría la mano de obra y los italianos, la tecnología y los diseños, cobrando un canon del 4% sobre el precio del vehículo y estampando la antipática ‘licencia Fiat’ bajo cada escudo de la Seat.

Arrancaron con 1.400, pero no fue hasta 1957, con el low cost que era el 600, que la cosa estalla: la autarquía hacía que el 600 no tuviera competencia y durante años fue EL COCHE, el símbolo de status por excelencia, de ascensión social y, por qué no decirlo, de liberación. Sí que había algún dos caballos, algún Simca 1000, los cuatro latas o el escarabajo, pero ninguno de ellos era competencia para el 600.

Cuando finalmente te entregaban las llaves, tras los dos años de lista de espera y de haber adelantado parte de las 65.000 pesetas que costaba, te lanzabas a recorrer el país. Con el 600, el país empezó a teñirse de coches, pasando de los pocos millares de 1957 al más de 1 millón de vehículos que circulaban a finales de los setenta. El problema es que la cifra de vehículos no ha parado de multiplicarse desde entonces, con los problemas de atascos y de contaminación que eso supone: en la actualidad tenemos un parque de vehículos de 27 millones para una población de 31 millones de adultos, y hoy la mayoría de coches circulan vacíos, solo con el conductor.

El 600 también hizo grandes aportaciones al imaginario colectivo: hizo crecer el comercio junto a la carretera, fomentó la aparición de segundas residencias en las urbanizaciones y propició el nacimiento de la imprescindible figura del dominguero. Hasta entonces, las excursiones las hacíamos en autobús o a pie, pero a partir de aquel momento cualquier prado o cualquier sombra bajo los pinos era buena para plantar la barbacoa.

Muchas de las más de 800.000 personas que fueron propietarias de 600 ahora lamentan habérselo vendido, cambiándolo por un coche más nuevo y confortable. «Si lo tuviera ahora, ¡cómo fardaría!» Los que lo conservan forman una pequeña secta que se cita en los míticos «encuentros de amigos de los 600» que cantaban los Manel, organizados por peñas de toda la geografía y en webs como seiscientos.org. Y si queréis conducir alguno, os recomiendo estar atentos a las iniciativas de la cervecera Moritz: tienen una buena escudería y a menudo organizan actividades culturales que os permitirán, ni que sea por unos minutos, viajar al pasado al volante de una de esas tartanas entrañables.

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Albert Forns

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