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¡Dios! Cinco pasiones cinematográficas (perspectivas sobre la espiritualidad cristiana)

El cine, desde sus inicios capacitado para representar lo irrepresentable y hacer realidad lo que solo la magia y el mundo del sueño permitían concebir (pensamos en la obra de Georges Méliès, por ejemplo), no solo no evitó el tema de Dios, sino que empleó el relato bíblico para ofrecer un gran número de variaciones, ya en los primeros años de siglo XX y hasta la actualidad.

Jesus Christ Superstar, 1973. Del director Norman Jewison. Fotografía de United Archives GmbH/Alamy Stock Photo.

El misterio de la encarnación de Dios conoce un camino de retorno, no menos enigmático, en la muerte de Jesucristo, que a su vez baliza la senda del comportamiento del cristiano. Se celebra en Pascua el final de una vida humana y la apertura a otra vida, ya espiritual, en la que no discurre el tiempo. Pero el salto de la temporalidad (incomprensión, finitud, sufrimiento) a la eternidad (paz, incorrupción y amor) no es sencillo ni agradable; requiere un trance penoso, el rebajamiento que narran todas las vidas de Cristo. El pasaje más paradójico, que fundamenta el movimiento espiritual que se conoce como fe, es la pasión: episodio en el que Dios asume un sufrimiento humano, o quizá inhumano (ningún hombre lo había padecido antes, pues nadie, como él, podría habérselo evitado). Ese libre posicionamiento en el centro de la injusticia, en una relación de absoluta dependencia a través de un padecimiento (pasión deriva de pathos, aquel sufrir libremente escogido), funcionará, desde su formulación en los evangelios, como fuente de consuelo para el creyente. Hará más tolerables los sufrimientos y angustias que deriven de la incomprensión, las persecuciones experimentadas, en suma, todo sufrimiento… como relata el apóstol Pablo en su Primera carta a los corintios.

El medio cinematográfico, desde sus inicios capacitado para representar lo irrepresentable y hacer realidad lo que solo la magia y el mundo del sueño permitían concebir (pensamos en la obra de Georges Méliès, por ejemplo), no solo no evitó el tema de Dios, sino que empleó el relato bíblico para ofrecer un gran número de variaciones, ya en los primeros años de siglo XX. Hasta la actualidad, con una reciente película centrada en la compleja/morbosa relación con María Magdalena, la vida de Jesucristo sigue suscitando interés. Y no siempre entre quienes se consideran más piadosos o practicantes, por sorprendente que pueda parecer. La selección de creaciones que se propone no sigue criterios artísticos ni puramente subjetivos (por supuesto, tampoco religiosos) sino que pretende ofrecer de forma contrastada diferentes perspectivas para la plasmación del mensaje cristiano.

1. EL NÚCLEO DURO DE LA FE: La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl Theodor Dreyer

La primera obra maestra del cineasta danés más influyente, que permaneció extraviada durante décadas, dejó una huella evidente en directores tan actuales y transgresores como Lars von Trier. Narra el juicio y sacrificio de Juana de Arco, interpretada por una extraordinaria Maria Falconetti. En la versión de Dreyer, este personaje histórico muestra un compromiso absoluto con la palabra de Cristo, que lleva hasta las últimas consecuencias. La imitación de su vida le llevará al martirio, sin posibilidad de ser comprendida racionalmente. Pues, en efecto, los intertítulos (que proporcionan explicaciones mínimas en esta obra de cine mudo) evidencian cómo la razón humana queda atrás ante lo irracional de la fe, en la línea de lo señalado parabólicamente en Temor y temblor, del pensador luterano Søren Kierkegaard (a quien Dreyer mencionará explícitamente en su otra gran obra teológica, La palabra).

No hay discurso humano que permita entender la vocación de Juana de Arco, su apasionada carrera hacia la muerte. Ella está sola con su Dios, y la realidad mundana, finita y corruptible, no merece ser evidenciada. La certeza de la fe, la verdad en un dios que es amor, la ha de salvar de los tiempos de corrupción. Incluso ese de tentación (de humana debilidad) en el que sopesa la posibilidad de conservar la vida, forma parte del plan de salvación, pues también lo experimentó el mismo Cristo al exclamar en la cruz, preso de la angustia, una sentencia absolutamente paradójica: «Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?». Esta cita de los evangelios puede resultar inquietante para el creyente positivo, confiado en el amor de Dios y sus designios, pero lo cierto es que la teología de la cruz luterana no deja de contemplarla como clave para la comprensión del misterio de la fe. La debilidad, el sufrimiento e incluso la posible separación de Dios, una vez reconocidos, propician el movimiento de religación. El salto por encima de las convenciones humanas sella a fuego el vínculo con Dios.

Cartel de la película La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl Theodor Dreyer

El dramatismo de esta paráfrasis de la pasión (tal y como aparece en las escrituras desde la perspectiva luterana, que pretende rescatar el núcleo duro de la propuesta cristiana) es representado gráficamente por Dreyer a través de una serie de recursos fílmicos que en el año 1928 no conocen precedente. La sobreabundancia de primeros planos, algunos de ellos enlazados en travelling, enfrenta a los acusadores, desfigurados por la ira, y a una Juana de Arco impertérrita, a veces inspirada y en pocas ocasiones emocionada, dejando caer una lágrima fugitiva. Su incomprensión surte un efecto de imborrable empatía, posibilitada por la interpretación de Falconetti, que no volvió a actuar en ninguna otra película. Momentos de expresividad exaltada se dan al final de la cinta, cuando se precipita la condena y se genera un tumulto, representado a través del emplazamiento de la cámara en una grúa que la hace bascular como un badajo de campana. Una película que hasta entonces es de ritmo lento, pero de gran intensidad.

La película de Dreyer reproduce sufrimiento psicológico o anímico, más que propiamente físico, en la representación de los últimos momentos de Juana de Arco. Incomprendida por las autoridades en materia religiosa (a excepción del personaje que interpreta Antonin Artaud, quien la acompaña en diferentes momentos y piadosamente le muestra la cruz de Cristo a modo de recordatorio y consuelo, en el trance último), será reivindicada por el pueblo como santa. El papel de la inocente que se entrega en cuerpo y alma en defensa de la verdad, ejecutada por causa de su desconcertante y potencialmente incendiaria inocencia, reaparecerá con variaciones (sin referencias explícitas a la fe) en la producción de Lars von Trier, en películas como Rompiendo las olas, Dogville o, sobre todo, Bailar en la oscuridad.

Fotograma de la película El Evangelio según san Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini

2. PERPLEJIDAD DEL REALISMO: El Evangelio según san Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini

A una distancia considerable de la impronta luterana, evidente en la película de Dreyer (una forma de entrar en el núcleo duro de la fe, a través de la vivencia extrema de Juana de Arco), una película como ElEvangelio según San Mateo, mucho más lírica y evocadora, se abisma sin embargo al misterio de la fe desde sus orígenes, tomando de un modo alarmantemente literal los evangelios. Rodada también en blanco y negro, y sin demasiados recursos de escenografía, los personajes bíblicos desfilan con espontaneidad, acaso justificada por la inexperiencia de los actores que los representan. Comenzando por el protagonista, el humilde y consistente (y, por tanto, creíble) Jesucristo de Enrique Irazoqui, un estudiante que declama el texto con engañosa ligereza, como tantos actores de Pasolini. También convincentes resultan los padres del hijo de Dios: en lugar de mostrar una psicología moderna, reflejan una incertidumbre elíptica, sin palabras. Con sus miradas solo dejan ya entrever el miedo de la empresa en la que se hallan implicados.

No se ofrece por tanto una visión retrospectiva, triunfal, de la gloria que supondría el ser llamado por el Señor (para ser madre de Dios o padre adoptivo de Jesús), sino la peligrosa extrañeza de no saber cuáles serán las implicaciones y consecuencias de sus actos. El sentido de la fe les hace creer que todo acontecerá según la planificación divina, pero sin ningún tipo de garantía, obviamente. El espectador asiste al nacimiento de Jesús en un medio austero, sus progresos cuando crece como niño, y hace cosas de niños, hasta convertirse en un joven sensible y muy seguro de sí mismo. Su predicación enhebra afirmaciones contundentes y un acercamiento a los seres desfavorecidos o discriminados. Como un nuevo Sócrates, se deja seguir por todo aquel que quiere seguirlo y escucharle. No rehúye el peligro de estar cerca del enfermo, ni de aquel que no le quiere bien, que acabará traicionándolo. Es memorable y patética la escena en la que, por turnos, los discípulos le preguntan en primera persona si son ellos los traidores, hasta que a Judas se le da la respuesta que nadie quiere oír: «Tú lo has dicho».

 

La indignidad del traidor facilita la realización del plan divino, que culminará con la muerte de Cristo en la cruz. El guion está escrito, y parece previsible, a tenor de los evangelios, concretamente el de Mateo, que se recita de forma literal en ciertos momentos (por ejemplo, el sermón de la montaña). Pero junto a la literalidad de las Escrituras, el elemento que dinamiza paradójicamente el drama es el silencio. La ausencia de palabras entre los partícipes, de gran elocuencia, solo superada por el dramatismo de las partituras religiosas de Johann Sebastian Bach y Wolfgang A. Mozart. Redunda el vacío de significación (la imposibilidad de representar con sentido, humanamente, cuanto acontece) gracias a la música tremendamente hermosa de esos dos creadores. Música compuesta mucho tiempo después, pero de validez atemporal. La exquisita sencillez con la que está filmada la vida de Cristo se aviene a la perfección con el silencio, y conoce una amplificación portentosa una vez que se acompaña de música. Grandilocuente y emotiva, que conoce asimismo un espacio para el blues en el espiritual Sometimes I feel like a motherless child.

Cartel de la película El Evangelio según san Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini

De manera semejante convive la espontaneidad de los actores noveles con la incomprensible grandeza de la presciencia divina, cuyos designios actualizan lógicamente sin ninguna conciencia. Los primeros planos, en los que se aprecian matices de desconcertante realismo, alternan con planos lejanos; se vislumbran individuos, deambulando, en un paisaje semidesértico (filmado en el sur de Italia), que ha sido comparado con los cuadros de Brueghel. La espontaneidad de los actores, que se muestran naturalmente, tal como son (sin que, en apariencia, haya algún tipo de actuación), suscita una perplejidad única, dando a entender desde la distancia lo incomprensible del mensaje cristiano. «Han dicho que tengo tres ídolos: Cristo, Marx y Freud. En realidad, mi único ídolo es la realidad», precisó Pasolini. No deja de ser significativo que el director dedicara la película a Juan XXIII, papa que quiso hacer una profunda renovación de la Iglesia, la cual solo impidió su prematuro fallecimiento. En cualquier caso, el aspecto transgresor del Evangelio de Pasolini radica en su respeto al texto y en el empleo de un lenguaje directo y de gran sencillez, que logra trasladar la real complejidad de la creencia, en absoluto evidente en los primeros años de cristianismo.

3. ¿EL PRIMER ÍDOLO POP? Jesucristo Superstar (1973), Norman Jewison

Un cambio de registro total en relación con la mayoría de películas que trasladan el drama bíblico al lenguaje cinematográfico. No en vano Jesucristo Superstar comenzó siendo un álbum en 1970 y, al año siguiente, un musical. La película vería la luz en 1973, con una estética y una sensibilidad fuertemente vinculadas a aquellos años. En ningún caso pretende proporcionar una versión realista, sino recrear musicalmente (y así actualizar a través del pop-rock, el baile y los atuendos obviamente modernos) algunas de las situaciones de la vida de Cristo. Ciertamente ya en la producción de Pasolini la música poseía un rol capital, como condensadora de las energías espirituales en diálogo intermitente con el silencio, pero su presencia se entiende aquí en un sentido diametralmente opuesto. El título puede sonar provocador, pero de hecho es perfectamente coherente (casi hasta moderado) teniendo en cuenta el tratamiento de los contenidos que rubrica.

Fotograma de la película Jesucristo Superstar (1973), Norman Jewison

La cuestión que la película aborda sigue siendo la misma (la vida y los milagros de Jesucristo), pero planteada desde una perspectiva descaradamente pop, que se quiere atemporal, sin preocuparse por las diferencias de contexto ni de caracterización. Cristo pasa a ser el primer gran ídolo de masas, implicado a título personal con personajes históricos que han trascendido a raíz, sobre todo, de su propia trascendencia. En términos de un amor no perfectamente correspondido con María Magdalena, o a través de una íntima animadversión con Judas, personaje con el que comparte protagonismo en la película a pesar de su carácter antitético, ya desde el inicio. Asimismo, aparecen otros personajes secundarios que fomentan o amplifican la incomprensión de su figura y mensaje espiritual: un Poncio Pilato antológicamente pragmático o un rey Herodes completamente desaforado en su pieza musical, cuando la masa pide la crucifixión del llamado «rey de los judíos».

Como en todo fenómeno pop, la perspectiva posromántica del artista (incomprendido y generoso en su inagotable creatividad) se muestra sumamente funcional.  El tópico de la intervención intempestiva (la de genios que solo pueden ser comprendidos con el paso del tiempo y desde una nueva perspectiva) se actualiza en Jesucristo Superstar. No hay ínfulas teológicas, pero sí un patrón que remotamente coincide, pues Cristo no tendrá el reconocimiento real hasta después de su muerte, y ello porque la adhesión a la espiritualidad requiere del sacrificio del hijo de Dios para que el hombre a su vez pueda ser salvado, más allá de los tiempos. Eso sí, durante su vida, este Jesucristo luce un look atractivo, comparable al de cualquier estrella de la industria pop-rock de los años setenta y ochenta. Los paisajes, previsiblemente desérticos, se convierten en escenarios idóneos para el rodaje de videoclips, momentos cantados por los personajes principales que, como sucede en tantas producciones del género, trasladan de una forma más directa (más intensa y emocional) el meollo de la cuestión.

Cartel de la película Jesucristo Superstar (1973), Norman Jewison

Las piezas musicales reflejan, condensadas, los anhelos e intenciones más íntimos, pero que, como en cualquier tema pop, pueden ser universalmente extrapolados a cualquier vida. La película, que se inicia en tono de metaficción (se observa el montaje de la función que se desplegará y la caracterización de los personajes, con la presentación celestial del protagonista absoluto), incluye algunos momentos dramáticos, pero un regusto kitsch inevitablemente lo impregna todo. No podemos decir, en este sentido, que haya envejecido bien, ni que pueda disfrutarse de forma inmediata por todos los públicos, pero sí desde una perspectiva arqueológica, atendiendo a la sintomatología de época que evidencia. La caracterización de un Jesucristo melenudo y amoroso (antisistema radical en plena década de los setenta, consolidado el movimiento hippie) anima a que cunda su ejemplo, pasando a formar parte del sistema. En paralelo al triunfo del cristianismo, primero secta minoritaria, el personaje representado en esta ópera-rock se entiende como ídolo de masas. La revolución particular que protagoniza, con la nueva propuesta de amor al prójimo, alcanza un éxito global.

Fotograma de la película La vida de Brian (1979), Monty Python

4. EL HUMOR COMO TANGENTE: La vida de Brian (1979)

Seguimos con el registro ligero recordando la comedia pergeñada, a menudo de forma irreverente, por el elenco de humoristas conocidos como Monty Python. Comienza la película con la visita de los Reyes Magos, a quienes María no atiende de la forma más esperada. Al menos no según las Escrituras: «Nos ha guiado una estrella», le dicen. Y su respuesta: «No, os ha guiado una botella». La vida de Brian plantea una situación intrínsecamente cómica, y es la existencia de este ser que se asemeja a Jesucristo, que habla a veces como Jesucristo y que pudiera pensarse que, puntualmente, se comporta como Jesucristo… pero que no es Jesucristo. Brian nace como un paria, pero pasará a formar parte de un grupo antisistema (antiromano), y así será perseguido hasta padecer situaciones similares, sin ser, en efecto, el hijo de Dios. Ahí radica la comicidad del asunto: sufre como Cristo pero no es Cristo, en un sinfín de guiños que permiten que el ser humano de a pie se identifique con él.

Brian convive con el verdadero hijo de Dios, pero la confusión con aquel vendrá de la ignorancia que propicia, precisamente, que este otro Cristo sea, del mismo modo, condenado. Se busca y alcanza la empatía a través de la parodia más descarada. Como, por ejemplo, cuando Brian entra en contacto con el «exleproso», que ha dejado su condición por medio de la acción sanadora de Cristo. «Un milagro que me mató», le explica a Brian. «Yo era un leproso, con un oficio, ni me pidió permiso: estás curado, macho». Son muchas las referencias a Cristo, que se dispensan en paralelo a la lucha que contra los romanos emprenden Brian y sus amigos. Un grupo antisistema que trata de definir sus principios, incluso si esos principios y su propia organización no siempre acostumbran a caer en absurdos ideológicos y trabas burocráticas provocados por ellos mismos. Y a Brian se le encomiendan una serie de misiones, como la de escribir en la pared algo así como «Romanos, marchaos a casa», que no escribe correctamente en su declinación latina (y por ello será castigado).

 

En un momento de la trama, Brian pasa a ser confundido con Jesús. Cuando de repente un ciego recobra la vista en su presencia (supuestamente, pues acto seguido cae por un surco en la tierra que no ha podido ver), él se defiende contra el supuesto milagro: «Yo no soy el Mesías, haced el favor de escuchar». Uno de entre la turba sostiene una afirmación contradictoria, y por tanto sumamente representativa del grado de enajenación que despierta en algunos su aparente venida: «Yo digo que eres el Mesías, porque de eso entiendo, ¡he seguido a varios!». Por mucho que Brian reniega, una creyente le replica: «Solo el verdadero Mesías niega su divinidad». A lo que él afirma, para salirse del entuerto: «De acuerdo, soy el Mesías». Y entonces su afirmación es creída positivamente: «Lo ha dicho, es el Mesías». Este disparatado intercambio de opiniones, réplicas y contrarréplicas no solo parodia el desajuste social realmente acontecido con la llegada de Cristo, sino que parece apuntar a la popular y humana necesidad de creer en algo, de sostener algún tipo de principio más allá de la razón. Una creencia que aporte consistencia al mundo, como la ofrecida por las diversas sectas gnósticas en la época inmediatamente posterior, a modo de continuación religiosa de aquellas escuelas filosóficas de época helenística que proporcionaban remedios contra los males del mundo, formas de consuelo para el tiempo de vida y promesas de salvación más allá del mismo.

Cartel de la película

A pesar de que en La vida de Brian encontramos los mismos escenarios que podemos contemplar en las grandes producciones de Hollywood sobre la vida de Cristo, y así el tema es identificable sin equívoco, la parodia trastoca sustancialmente el mensaje. La incomprensión que refleja Brian una vez convertido en ídolo de masas («Su hijo es un líder nato», explica Judit a la madre. «Esa gente le sigue porque tiene fe en él, creen que él les dará esperanza») provoca la risa y, a través de ese mecanismo (que como vio Freud, pone en marcha la maquinaria del inconsciente), se acerca uno a la verdadera incomprensión (racional) de su mensaje; algo que, por otra parte, plantearon en un tono muy serio algunos de los principales teólogos luteranos. Por supuesto, la lectura de Monty Python es de todo menos dogmática, y ni siquiera entra en la arena de la discusión crítica. Ofrece una tangente, un registro que abunda en el pacto de la ficción, inherente a las producciones cinematográficas, para despegarse de la realidad. Y, con todo, gracias a ello, logra expresar algunos de los misterios más paradójicos de la espiritualidad cristiana, a los que tantos estudios teológicos asimismo apuntan.

El destino trágico que le espera a Brian, crucificado como Cristo, regala en el momento último una sonrisa. Sonrisa amarga, pero quién sabe si curativa, pues deja para la posteridad ese tema pegadizo, un tema que puede ser silbado, y así rememorado a modo de consuelo hasta en la peor de las circunstancias: Always look on the bright side of life (Mira siempre el lado bueno de la vida).

5. LA AUTENTICIDAD Y EL EXCESO: La pasión de Cristo (2004)

Ya en una época mucho más cercana a la nuestra, concluyamos la serie de perspectivas sobre la pasión con ese esfuerzo tremendamente costoso que supuso la obra dirigida por Mel Gibson, con un título escueto y representativo: La pasión de Cristo. Una obra que quiere ser fiel a los textos sagrados, a las fuentes autorizadas, pero que se aprovecha asimismo de detalles que no figuran en los evangelios canónicos. Todo ello para recrear una imagen fidedigna de la vida y, sobre todo, de la muerte de Cristo desde la escena del huerto de Getsemaní, en que un angustiado Jesucristo se dirige a Dios para pedirle que (si es posible) le ahorre el sufrimiento al que se sabe abocado. Sabemos que él mismo concluye su petición con el célebre y prácticamente inaceptable «Hágase tú voluntad». Casi desde su inicio, por tanto, se interesa la película por el dolor experimentado por Cristo en sus últimas horas, en las que será sometido al maltrato de la turba, y que habrá de asumir a pesar de su evidente desagrado. La tentación por evitar el final de ese padecimiento está en el centro de la interesante obra de Martin Scorsese, La última tentación de Cristo (1988), que si bien evidencia una estética menos cuidada, acierta en centrarse en la crisis vivida en la misma cruz, una vez se siente el hijo separado del padre, escindido de su propia naturaleza.

Menos implicada en el planteamiento de problemáticas teológicas, la película de Gibson se empeña en recrear hasta el más mínimo detalle los elementos del contexto vital de Cristo. Ello se manifiesta de forma muy sintomática en el empleo de los idiomas que entonces podían escucharse: hebreo, arameo y latín, hablado este último por parte de los romanos. La reproducción de las circunstancias históricas está cuidada hasta un extremo tan llamativo que no resiste comparación con ninguna otra película, y contrasta diametralmente con las paródicas, en que los yelmos parecen de plástico y las penurias que sufre Cristo producto de la afectación interpretativa. Muy al contrario, el mencionado cuidado se aplica asimismo a la comprensión literal del destino de Cristo, que es el de experimentar el extremo del sufrimiento en su naturaleza humana. Es decir, que la carne es maltratada sin escrúpulos, mortificado el cuerpo de la manera más injusta y alevosa. El cinismo de las autoridades sirve en bandeja lo que la muchedumbre demanda. Es memorable el ofrecimiento, que también recuerdan las pasiones de Bach: la posibilidad de liberar a uno de los presos, y cómo exclaman «¡Barrabás!», decantándose por el ladrón en detrimento del hijo de Dios.

Fotograma de la película La Pasión de Cristo (2004), Mel Gibson

Jesucristo permanece condenado, y seguirá sufriendo hasta el límite de lo concebible, más allá de cuanto la razón puede tolerar. Se prolonga de forma indecible el padecimiento en su viacrucis, en el camino al monte Calvario. El tiempo pasa más lento que nunca, enfatizando la agonía del protagonista pero también del espectador, que bien preferiría ahorrarse la cantidad y variedad de manifestaciones ominosas e insultos que se profieren, imposibles de imaginar a priori. La grandeza de la versión de Gibson, con un estilo muy distinto, nos devuelve en este punto a la primera de las perspectivas sobre la espiritualidad, esto es, a la película de Carl Theodor Dreyer. Juana de Arco, sola frente a la incomprensión y encarada al martirio, se granjea la empatía de un espectador incómodo ante la falta de humanidad de quienes la enjuician. La deshumanización de los contemporáneos de Cristo molesta también al espectador, que intuye que también de esos comportamientos animalescos es capaz el ser humano. Mucha sangre se vierte en la versión de Gibson, amenaza con salpicar al espectador, dado el exceso de realismo en la plasmación del martirio. Todo lo psicológico que es el sufrimiento en el caso de Juana de Arco, se materializa de forma explícita en La pasión de Cristo.

Cartel de la película

El padecimiento se logra trasladar al espectador de una manera tan intensa que a duras penas logra acompañar el trance de Cristo hasta su momento final. Esta manera de provocar la empatía no es demasiado sutil, pero sí efectiva, aun a riesgo de cancelarla: es una tentación grande el detener el visionado. El malestar puede llegar a la náusea, y con la náusea la experiencia angustiada que muchos teólogos han leído en el momento del sacrificio. Que la violencia parezca gratuita, injustificada, es completamente premeditado, y quizá representativo de la narración de las escrituras, pues el ensañamiento del hombre de entonces redunda en la pecaminosidad extrema, de la cual cualquiera, reconociéndose partícipe simbólico de ese crimen, podrá liberarse a lo largo de la historia. No hay pecado que no pueda ser erradicado, siempre y cuando su actor asuma el rebajamiento de esa acción. Todo ello nos hace pensar que la violencia gratuita es, en realidad, necesaria. Nada que ver con el empleo que podemos encontrar en otras películas de acción, incluso cuando han sido reconocidas por sus méritos artísticos (Tarantino).

Menos comprensibles parecen, en cambio, algunos de los recursos fílmicos empleados para comunicar los consabidos excesos. El cuidado filológico con el que se recrea aquel mundo contrasta con el abuso de técnicas como la cámara lenta o el empleo de una música creada por ordenador, que por momentos funcionaría mejor en Blade Runner. La cámara lenta aporta una sensación de hiperrealismo contraproducente en ciertos pasajes, en absoluto naturalistas, pertenecientes a una época que tampoco es la nuestra (se antoja más propia de los años ochenta y noventa) y, por supuesto, impensable en la mentalidad de quienes hablaban arameo o latín. Son elementos secundarios, de apreciación inevitablemente subjetiva, pero que aportan un innecesario cupo de artificiosidad a una cinta que se precia por ser reflejo auténtico del inconcebible drama de Dios.

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Publicado por
Jacobo Zabalo

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