¡Dios! Cinco pasiones cinematográficas (perspectivas sobre la espiritualidad cristiana)

El cine, desde sus inicios capacitado para representar lo irrepresentable y hacer realidad lo que solo la magia y el mundo del sueño permitían concebir (pensamos en la obra de Georges Méliès, por ejemplo), no solo no evitó el tema de Dios, sino que empleó el relato bíblico para ofrecer un gran número de variaciones, ya en los primeros años de siglo XX y hasta la actualidad.

5. LA AUTENTICIDAD Y EL EXCESO: La pasión de Cristo (2004)

Ya en una época mucho más cercana a la nuestra, concluyamos la serie de perspectivas sobre la pasión con ese esfuerzo tremendamente costoso que supuso la obra dirigida por Mel Gibson, con un título escueto y representativo: La pasión de Cristo. Una obra que quiere ser fiel a los textos sagrados, a las fuentes autorizadas, pero que se aprovecha asimismo de detalles que no figuran en los evangelios canónicos. Todo ello para recrear una imagen fidedigna de la vida y, sobre todo, de la muerte de Cristo desde la escena del huerto de Getsemaní, en que un angustiado Jesucristo se dirige a Dios para pedirle que (si es posible) le ahorre el sufrimiento al que se sabe abocado. Sabemos que él mismo concluye su petición con el célebre y prácticamente inaceptable «Hágase tú voluntad». Casi desde su inicio, por tanto, se interesa la película por el dolor experimentado por Cristo en sus últimas horas, en las que será sometido al maltrato de la turba, y que habrá de asumir a pesar de su evidente desagrado. La tentación por evitar el final de ese padecimiento está en el centro de la interesante obra de Martin Scorsese, La última tentación de Cristo (1988), que si bien evidencia una estética menos cuidada, acierta en centrarse en la crisis vivida en la misma cruz, una vez se siente el hijo separado del padre, escindido de su propia naturaleza.

Menos implicada en el planteamiento de problemáticas teológicas, la película de Gibson se empeña en recrear hasta el más mínimo detalle los elementos del contexto vital de Cristo. Ello se manifiesta de forma muy sintomática en el empleo de los idiomas que entonces podían escucharse: hebreo, arameo y latín, hablado este último por parte de los romanos. La reproducción de las circunstancias históricas está cuidada hasta un extremo tan llamativo que no resiste comparación con ninguna otra película, y contrasta diametralmente con las paródicas, en que los yelmos parecen de plástico y las penurias que sufre Cristo producto de la afectación interpretativa. Muy al contrario, el mencionado cuidado se aplica asimismo a la comprensión literal del destino de Cristo, que es el de experimentar el extremo del sufrimiento en su naturaleza humana. Es decir, que la carne es maltratada sin escrúpulos, mortificado el cuerpo de la manera más injusta y alevosa. El cinismo de las autoridades sirve en bandeja lo que la muchedumbre demanda. Es memorable el ofrecimiento, que también recuerdan las pasiones de Bach: la posibilidad de liberar a uno de los presos, y cómo exclaman «¡Barrabás!», decantándose por el ladrón en detrimento del hijo de Dios.

Fotograma de la película La Pasión de Cristo (2004), Mel Gibson

Jesucristo permanece condenado, y seguirá sufriendo hasta el límite de lo concebible, más allá de cuanto la razón puede tolerar. Se prolonga de forma indecible el padecimiento en su viacrucis, en el camino al monte Calvario. El tiempo pasa más lento que nunca, enfatizando la agonía del protagonista pero también del espectador, que bien preferiría ahorrarse la cantidad y variedad de manifestaciones ominosas e insultos que se profieren, imposibles de imaginar a priori. La grandeza de la versión de Gibson, con un estilo muy distinto, nos devuelve en este punto a la primera de las perspectivas sobre la espiritualidad, esto es, a la película de Carl Theodor Dreyer. Juana de Arco, sola frente a la incomprensión y encarada al martirio, se granjea la empatía de un espectador incómodo ante la falta de humanidad de quienes la enjuician. La deshumanización de los contemporáneos de Cristo molesta también al espectador, que intuye que también de esos comportamientos animalescos es capaz el ser humano. Mucha sangre se vierte en la versión de Gibson, amenaza con salpicar al espectador, dado el exceso de realismo en la plasmación del martirio. Todo lo psicológico que es el sufrimiento en el caso de Juana de Arco, se materializa de forma explícita en La pasión de Cristo.

Cartel de la película

El padecimiento se logra trasladar al espectador de una manera tan intensa que a duras penas logra acompañar el trance de Cristo hasta su momento final. Esta manera de provocar la empatía no es demasiado sutil, pero sí efectiva, aun a riesgo de cancelarla: es una tentación grande el detener el visionado. El malestar puede llegar a la náusea, y con la náusea la experiencia angustiada que muchos teólogos han leído en el momento del sacrificio. Que la violencia parezca gratuita, injustificada, es completamente premeditado, y quizá representativo de la narración de las escrituras, pues el ensañamiento del hombre de entonces redunda en la pecaminosidad extrema, de la cual cualquiera, reconociéndose partícipe simbólico de ese crimen, podrá liberarse a lo largo de la historia. No hay pecado que no pueda ser erradicado, siempre y cuando su actor asuma el rebajamiento de esa acción. Todo ello nos hace pensar que la violencia gratuita es, en realidad, necesaria. Nada que ver con el empleo que podemos encontrar en otras películas de acción, incluso cuando han sido reconocidas por sus méritos artísticos (Tarantino).

Menos comprensibles parecen, en cambio, algunos de los recursos fílmicos empleados para comunicar los consabidos excesos. El cuidado filológico con el que se recrea aquel mundo contrasta con el abuso de técnicas como la cámara lenta o el empleo de una música creada por ordenador, que por momentos funcionaría mejor en Blade Runner. La cámara lenta aporta una sensación de hiperrealismo contraproducente en ciertos pasajes, en absoluto naturalistas, pertenecientes a una época que tampoco es la nuestra (se antoja más propia de los años ochenta y noventa) y, por supuesto, impensable en la mentalidad de quienes hablaban arameo o latín. Son elementos secundarios, de apreciación inevitablemente subjetiva, pero que aportan un innecesario cupo de artificiosidad a una cinta que se precia por ser reflejo auténtico del inconcebible drama de Dios.