¡Dios! Cinco pasiones cinematográficas (perspectivas sobre la espiritualidad cristiana)

El cine, desde sus inicios capacitado para representar lo irrepresentable y hacer realidad lo que solo la magia y el mundo del sueño permitían concebir (pensamos en la obra de Georges Méliès, por ejemplo), no solo no evitó el tema de Dios, sino que empleó el relato bíblico para ofrecer un gran número de variaciones, ya en los primeros años de siglo XX y hasta la actualidad.
Fotograma de la película La vida de Brian (1979), Monty Python

4. EL HUMOR COMO TANGENTE: La vida de Brian (1979)

Seguimos con el registro ligero recordando la comedia pergeñada, a menudo de forma irreverente, por el elenco de humoristas conocidos como Monty Python. Comienza la película con la visita de los Reyes Magos, a quienes María no atiende de la forma más esperada. Al menos no según las Escrituras: «Nos ha guiado una estrella», le dicen. Y su respuesta: «No, os ha guiado una botella». La vida de Brian plantea una situación intrínsecamente cómica, y es la existencia de este ser que se asemeja a Jesucristo, que habla a veces como Jesucristo y que pudiera pensarse que, puntualmente, se comporta como Jesucristo… pero que no es Jesucristo. Brian nace como un paria, pero pasará a formar parte de un grupo antisistema (antiromano), y así será perseguido hasta padecer situaciones similares, sin ser, en efecto, el hijo de Dios. Ahí radica la comicidad del asunto: sufre como Cristo pero no es Cristo, en un sinfín de guiños que permiten que el ser humano de a pie se identifique con él.

Brian convive con el verdadero hijo de Dios, pero la confusión con aquel vendrá de la ignorancia que propicia, precisamente, que este otro Cristo sea, del mismo modo, condenado. Se busca y alcanza la empatía a través de la parodia más descarada. Como, por ejemplo, cuando Brian entra en contacto con el «exleproso», que ha dejado su condición por medio de la acción sanadora de Cristo. «Un milagro que me mató», le explica a Brian. «Yo era un leproso, con un oficio, ni me pidió permiso: estás curado, macho». Son muchas las referencias a Cristo, que se dispensan en paralelo a la lucha que contra los romanos emprenden Brian y sus amigos. Un grupo antisistema que trata de definir sus principios, incluso si esos principios y su propia organización no siempre acostumbran a caer en absurdos ideológicos y trabas burocráticas provocados por ellos mismos. Y a Brian se le encomiendan una serie de misiones, como la de escribir en la pared algo así como «Romanos, marchaos a casa», que no escribe correctamente en su declinación latina (y por ello será castigado).

 

En un momento de la trama, Brian pasa a ser confundido con Jesús. Cuando de repente un ciego recobra la vista en su presencia (supuestamente, pues acto seguido cae por un surco en la tierra que no ha podido ver), él se defiende contra el supuesto milagro: «Yo no soy el Mesías, haced el favor de escuchar». Uno de entre la turba sostiene una afirmación contradictoria, y por tanto sumamente representativa del grado de enajenación que despierta en algunos su aparente venida: «Yo digo que eres el Mesías, porque de eso entiendo, ¡he seguido a varios!». Por mucho que Brian reniega, una creyente le replica: «Solo el verdadero Mesías niega su divinidad». A lo que él afirma, para salirse del entuerto: «De acuerdo, soy el Mesías». Y entonces su afirmación es creída positivamente: «Lo ha dicho, es el Mesías». Este disparatado intercambio de opiniones, réplicas y contrarréplicas no solo parodia el desajuste social realmente acontecido con la llegada de Cristo, sino que parece apuntar a la popular y humana necesidad de creer en algo, de sostener algún tipo de principio más allá de la razón. Una creencia que aporte consistencia al mundo, como la ofrecida por las diversas sectas gnósticas en la época inmediatamente posterior, a modo de continuación religiosa de aquellas escuelas filosóficas de época helenística que proporcionaban remedios contra los males del mundo, formas de consuelo para el tiempo de vida y promesas de salvación más allá del mismo.

Cartel de la película

A pesar de que en La vida de Brian encontramos los mismos escenarios que podemos contemplar en las grandes producciones de Hollywood sobre la vida de Cristo, y así el tema es identificable sin equívoco, la parodia trastoca sustancialmente el mensaje. La incomprensión que refleja Brian una vez convertido en ídolo de masas («Su hijo es un líder nato», explica Judit a la madre. «Esa gente le sigue porque tiene fe en él, creen que él les dará esperanza») provoca la risa y, a través de ese mecanismo (que como vio Freud, pone en marcha la maquinaria del inconsciente), se acerca uno a la verdadera incomprensión (racional) de su mensaje; algo que, por otra parte, plantearon en un tono muy serio algunos de los principales teólogos luteranos. Por supuesto, la lectura de Monty Python es de todo menos dogmática, y ni siquiera entra en la arena de la discusión crítica. Ofrece una tangente, un registro que abunda en el pacto de la ficción, inherente a las producciones cinematográficas, para despegarse de la realidad. Y, con todo, gracias a ello, logra expresar algunos de los misterios más paradójicos de la espiritualidad cristiana, a los que tantos estudios teológicos asimismo apuntan.

El destino trágico que le espera a Brian, crucificado como Cristo, regala en el momento último una sonrisa. Sonrisa amarga, pero quién sabe si curativa, pues deja para la posteridad ese tema pegadizo, un tema que puede ser silbado, y así rememorado a modo de consuelo hasta en la peor de las circunstancias: Always look on the bright side of life (Mira siempre el lado bueno de la vida).