¡Dios! Cinco pasiones cinematográficas (perspectivas sobre la espiritualidad cristiana)

El cine, desde sus inicios capacitado para representar lo irrepresentable y hacer realidad lo que solo la magia y el mundo del sueño permitían concebir (pensamos en la obra de Georges Méliès, por ejemplo), no solo no evitó el tema de Dios, sino que empleó el relato bíblico para ofrecer un gran número de variaciones, ya en los primeros años de siglo XX y hasta la actualidad.

3. ¿EL PRIMER ÍDOLO POP? Jesucristo Superstar (1973), Norman Jewison

Un cambio de registro total en relación con la mayoría de películas que trasladan el drama bíblico al lenguaje cinematográfico. No en vano Jesucristo Superstar comenzó siendo un álbum en 1970 y, al año siguiente, un musical. La película vería la luz en 1973, con una estética y una sensibilidad fuertemente vinculadas a aquellos años. En ningún caso pretende proporcionar una versión realista, sino recrear musicalmente (y así actualizar a través del pop-rock, el baile y los atuendos obviamente modernos) algunas de las situaciones de la vida de Cristo. Ciertamente ya en la producción de Pasolini la música poseía un rol capital, como condensadora de las energías espirituales en diálogo intermitente con el silencio, pero su presencia se entiende aquí en un sentido diametralmente opuesto. El título puede sonar provocador, pero de hecho es perfectamente coherente (casi hasta moderado) teniendo en cuenta el tratamiento de los contenidos que rubrica.

Fotograma de la película Jesucristo Superstar (1973), Norman Jewison

La cuestión que la película aborda sigue siendo la misma (la vida y los milagros de Jesucristo), pero planteada desde una perspectiva descaradamente pop, que se quiere atemporal, sin preocuparse por las diferencias de contexto ni de caracterización. Cristo pasa a ser el primer gran ídolo de masas, implicado a título personal con personajes históricos que han trascendido a raíz, sobre todo, de su propia trascendencia. En términos de un amor no perfectamente correspondido con María Magdalena, o a través de una íntima animadversión con Judas, personaje con el que comparte protagonismo en la película a pesar de su carácter antitético, ya desde el inicio. Asimismo, aparecen otros personajes secundarios que fomentan o amplifican la incomprensión de su figura y mensaje espiritual: un Poncio Pilato antológicamente pragmático o un rey Herodes completamente desaforado en su pieza musical, cuando la masa pide la crucifixión del llamado «rey de los judíos».

Como en todo fenómeno pop, la perspectiva posromántica del artista (incomprendido y generoso en su inagotable creatividad) se muestra sumamente funcional.  El tópico de la intervención intempestiva (la de genios que solo pueden ser comprendidos con el paso del tiempo y desde una nueva perspectiva) se actualiza en Jesucristo Superstar. No hay ínfulas teológicas, pero sí un patrón que remotamente coincide, pues Cristo no tendrá el reconocimiento real hasta después de su muerte, y ello porque la adhesión a la espiritualidad requiere del sacrificio del hijo de Dios para que el hombre a su vez pueda ser salvado, más allá de los tiempos. Eso sí, durante su vida, este Jesucristo luce un look atractivo, comparable al de cualquier estrella de la industria pop-rock de los años setenta y ochenta. Los paisajes, previsiblemente desérticos, se convierten en escenarios idóneos para el rodaje de videoclips, momentos cantados por los personajes principales que, como sucede en tantas producciones del género, trasladan de una forma más directa (más intensa y emocional) el meollo de la cuestión.

Cartel de la película Jesucristo Superstar (1973), Norman Jewison

Las piezas musicales reflejan, condensadas, los anhelos e intenciones más íntimos, pero que, como en cualquier tema pop, pueden ser universalmente extrapolados a cualquier vida. La película, que se inicia en tono de metaficción (se observa el montaje de la función que se desplegará y la caracterización de los personajes, con la presentación celestial del protagonista absoluto), incluye algunos momentos dramáticos, pero un regusto kitsch inevitablemente lo impregna todo. No podemos decir, en este sentido, que haya envejecido bien, ni que pueda disfrutarse de forma inmediata por todos los públicos, pero sí desde una perspectiva arqueológica, atendiendo a la sintomatología de época que evidencia. La caracterización de un Jesucristo melenudo y amoroso (antisistema radical en plena década de los setenta, consolidado el movimiento hippie) anima a que cunda su ejemplo, pasando a formar parte del sistema. En paralelo al triunfo del cristianismo, primero secta minoritaria, el personaje representado en esta ópera-rock se entiende como ídolo de masas. La revolución particular que protagoniza, con la nueva propuesta de amor al prójimo, alcanza un éxito global.