Caminar por Barcelona, un deporte de riesgo

En Barcelona el paseo era una institución, si no diaria, como mínimo dominical: Rambla arriba y Rambla abajo, Passeig de Gràcia arriba y Passeig de Gràcia abajo, y el tortellet en acabado. Teníamos un verbo, “ramblejar”, especial para el vagabundeo rambleador, e incluso existía la cultura de otear los paseantes, con aquella extendida fila de sillas metálicas que se agolpaba en lo alto de la Rambla de Canaletes, y que por cuatro duros te permitían sentarse y verlos pasar

“Anda, hijo mío, que te adelgazarás”. Es un consejo clásico de los curanderos caseros, todo el mundo tiene algúno al alcance, ya sea la madre que te hace tomar agua con limón y miel cuando te oye toser o el abuelo que sabe curar los dolores de espalda. Durante una época me lo medio creí, e iba a pie al trabajo (una hora de ida y una hora de vuelta, que se dice pronto), pero la báscula ni se inmutó. Eso sí, conocí rincones y rinconcitos de la ciudad que ni sabía que existían. Sea con fines médicos, ociosos o de pura necesidad, caminar es uno de los pocos placeres gratuitos que nos quedan, pero el siglo XXI nos lo está poniendo cada vez más complicado.

En Barcelona el paseo era una institución, si no diaria, como mínimo dominical: Rambla arriba y Rambla abajo, Passeig de Gràcia arriba y Passeig de Gràcia abajo, y el tortellet en acabado. Teníamos un verbo, “ramblejar”, especial para el vagabundeo rambleador, e incluso existía la cultura de otear los paseantes, con aquella extendida fila de sillas metálicas que se agolpaba en lo alto de la Rambla de Canaletes, y que por cuatro duros te permitían sentarse y verlos pasar: Mira aquella, y aquel otro, el comadreo de toda la vida sin habernos de esconder de ello. Pero todo esto ha cambiado, y hoy la riada turística impide el dolce fare niente en buena parte de la capital. Nos queda, por supuesto, la otra Barcelona, los cientos de calles y plazas que no salen en las guías, pero estas partes transitables se han llenado de dos especies invasoras llegadas en estos últimos años.

La primera plaga tiene mil caras y denominaciones, que podríamos agrupar en la denominación ORNI (Objetos Rodantes No Identificados). Son estos aparatitos de última generación que van a toda hostia por las aceras, transportando desde jovenes hasta ejecutivos con traje y casco. Aquí entrarían—y tomen aire porque la enumeración es larga—los clásicos medios de tracción humana (es decir, que funcionan con nuestro esfuerzo animal) como son las bicicletas, los patinetes de los niños o los skateboards de los mancebos, chatarra del siglo XX, pero también toda la ristra de nuevos vehículos eléctricos, digitales y con bluetooth, desde los Segways (contigo empezó todo) a los Walkers, Hoverboard, Boogie Drift, motoretas, patinetes deluxe con asiento, Runs & Rolls (en catalán los llamamos Atropella & Fuig—Arrolla & Huye), scooters eléctricos y giroscopios más o menos hormonados.

Combinados, estos aparatos forman un combo aún más peligroso: el grupo turístico motorizado. Sí, todos los hemos sufrido, son los abuelos nórdicos intentando aguantarse encima de un Segway (suerte que, a partir de cierta edad, la dentadura ya es postiza). El problema es detectarlos, porque todos estos sistemas de locomoción son silenciosos a traición. Una vez los ves, tómatelo con calma y disfruta del paisaje, porque si cruzas por medio te arriesgas a una muerte gaudiniana—Gaudí murió arrollado por un tranvía. Las maletas con ruedas también son un engorro, pero aún no se conocen casos de atropellos mortales por embestida de carretilla.

La otra especie invasora para los andantes del siglo XXI es menos veloz pero igual de peligroso: el adicto al móvil. Todos lo hemos hecho alguna vez: va, le contestaré el mensaje mientras voy para el metro, que no pasa nada, que yo controlo. Hasta que el bobo contestawhatsapps no ve que viene derecho y estamos a punto de chocar. Absorbido por el móvil, el más despierto se vuelve zombi, y tanto podemos cruzar en rojo como meternos de pies en un parterre. Al darnos cuenta que pisamos geranios, levantaremos la vista un segundo, no sea que algún conocido nos haya visto, pero enseguida volveremos a bajar la vista para acariciar el cristal de la felicidad.

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Albert Forns

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