Las aves nos acompañan de comienzo a fin en el claustro del Monasterio de Pedralbes, hasta la noche, en un devenir vital sólo interrumpido por el solemne repicar de las campanas, la percusión puntual y decisiva con la que el hombre trata de imponerse al orden inescrutable de la physis.
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a calma de un claustro medieval cuando atardece en un día de julio, con el sonido del agua que corre, una brisa que es una caricia y el discreto canto de los pájaros, disfrutando de las horas más frescas, es el marco idílico -parece extraído de La grande bellezza– que ofrece el ciclo de conciertos Vespres Musicals al Monestir de Pedralbes. Imposible no dejarse llevar por el sosiego y abrirse a las piezas excelentemente reunidas en este evento, que lleva por título “Sonidos en el espacio”. Un concierto eminentemente dedicado a creadores contemporáneos, desde los reconocidos Morton Feldman y Arvo Pärt a otros más cercanos -incluso coetáneos- como Josep Maria Guix, compositor invitado de la presente temporada en el Palau de la Música, o el joven Joan Magrané. Sin olvidarnos, por supuesto, de la rara avis -creador inspirado e inspirador- que fue Giacinto Scelsi. Incluso si los respectivos contextos no siempre son comparables, los intereses y la comprensión de la creación musical se manifiesta en ellos perfectamente compatible. Coinciden las obras escogidas en ilustrar una cierta dialéctica entre repetición de células, a través de ritmos y tonos que sugieren una armonía preestablecida -el orden invisible de la realidad que es audible, y que ya concibieron los pensadores pitagóricos- con el gusto por la improvisación; la apertura a lo inesperado, no menos constitutiva de la realidad -como sabía aquel otro presocrático, enigmático y oracular, de nombre Heráclito.
Un acierto comenzar con La màquina celeste de Joan Magrané, pieza para vibráfono brillantemente ejecutada por Miquel Vich. Supuso la entrada en el núcleo duro de una cuestión aparentemente intangible. Música contemplativa, en efecto, pero también dinámica, que se perpetúa como formando ondas concéntricas de diámetro diversamente creciente. Reverberaciones sutiles o explícitas, rítmicas i que eventualmente rompen la progresión esperada. Una obra, la de Magrané que -según explicó Vich- se inspira en la tradición mística. Es la primera, pero no la única pieza en hacerlo, en el curso de la velada. La manifestación sonora de lo invisible, la plasmación de una realidad inefable con reminiscencias orientales ya parece fundamentar Hyxos, compuesta por Giacinto Scelsi en 1955. A la percusión se añade un instrumento de viento como la flauta, que ejemplarmente declama la dialéctica entre vacío y plenitud. El compositor italiano, que podía pasarse horas concentrado en una sola nota y que se llegó a declarar “fanático del silencio”, promueve la convivencia de este libre fluir del aire, elemento invisible que hace posible el sonido, con el objeto metálico golpeado con mayor o menor sutileza. Lo más material, y potencialmente estridente, puede resultar evocador y hasta poético; y también la ausencia de sonido, que habilita aquella madera agujereada, devenir cómplice de un sentido aún por determinar, con el que el oyente se siente animado a confluir. Y no sólo pensamos en personas: el claustro del monasterio los pájaros aportan sonoridades, rematadas por la intrusión de la campana. Un desdoblamiento obra del artificio humano, que se reencuentra con la naturaleza. Los elementos, todos, concertados.
La transmigración de las almas -creencia de los pitagóricos, conocida como metempsicosis- sería una posible respuesta. Difícil, sin embargo, de afirmarla con rotundidad, por mucho que una mentalidad tan dúctil y perceptiva como la infantil la encontraría perfectamente plausible. Pensando en música -ya en términos físicos- también la propagación de sonido a través de las ondas posee algo esencialmente misterioso, que revela el otro lado de la audición, la realidad inamovible del silencio. Morton Feldman en su obra Crippled Symmetry (Region 1) dispone el diálogo entre los tres instrumentistas a partir de partituras individuales; ellos deben desplegarla en común desde una escucha mutua, una interacción que crea ex novo la pieza. El grado de atención a la sonoridad propia y ajena resulta hechicero, se propaga ese magnetismo de la naturaleza que determina necesariamente -pero, como improvisando- lo que no puede no-ser. Las aves nos acompañan de comienzo a fin en el claustro del Monasterio de Pedralbes, hasta la noche, en un devenir vital sólo interrumpido por el solemne repicar de las campanas, la percusión puntual y decisiva con la que el hombre trata de imponerse al orden inescrutable de la physis, pautar la vida, y en el mejor de los casos crear belleza. Pero ¿tendremos que recordar la cautivadoramente siniestra sentencia de Rilke, en los primeros versos de las Elegías de Duino? [“Pues lo hermoso no es otra cosa que el comienzo / de lo terrible en un grado que todavía podemos soportar / y si lo admiramos tanto es sólo porque, indiferente, / rehúsa aniquilarnos. Todo ángel es terrible” (traducción de Jenaron Talens, ed. Hiperión)].
Texto originalmente aparecido en la Revista Musical Catalana
Imágenes destacadas:
1. Claustre del monestir de Pedralbes. Foto de Maria Rosa Ferre
2. Foto de Jacobo Zabalo
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