GOOD NEWS | TRUE STORIES
SUSCRÍBETE
ES | CAT
Ilustración de Juliet Pomés Leiz

En Atenas, el principio de todo entre el arrebato de Dionisio y la cordura de Apolo

Atenas es hoy por hoy la ciudad con la atmósfera más contaminada de Europa. Con la crisis, que ha golpeado tanto al país, la capital, siempre húmeda, se ha vuelto una ciudad sucia, sucísima. Como en los bajos fondos de Génova, o de Nápoles, parece que la actividad portuaria lo haya tintado todo de jugos y excrementos.

[dropcap letter=”V”]

uelo BCN-Atenas, con Aegean Airlines. Tiempo nublado, cielo cubierto. Entre el cabo de Sunión y El Pireo, navegamos sobre un mar encrespado, en gama de grises: gris perla, gris plata, gris negro antracita. En el horizonte enturbiado se desdibuja la silueta de Egina, la isla natal de Platón…

El nefos (la niebla) es el esmog de Atenas, hoy por hoy la ciudad con la atmósfera más contaminada de Europa. Con la crisis, que ha golpeado tanto al país, la capital, siempre húmeda, se ha vuelto una ciudad sucia, sucísima. Como en los bajos fondos de Génova, o de Nápoles, parece que la actividad portuaria lo haya tintado todo de jugos y excrementos.

Tomamos el metro, que a tramos también va por la superficie. Son visuales, plásticos, los griegos. A diferencia de Londres, por ejemplo, en donde mirar a la gente no está nada bien visto, aquí la gente mira y es mirada sin reparos, y eso me gusta. «Du fond des âges monte la nécessité irrepresible de voir» (Paul Éluard).

Subido en el autobús, observo al bribón que tengo delante, con piercing en los labios y aislado en sus auriculares. Se persigna con gesto rápido al pasar por delante de una iglesia. Entonces sonríe el pope ortodoxo, con el cabello largo terminado en cola, embutido en la sotana ya color de ala de mosca. Me lo imagino dentro del iconostasio oficiando de espaldas al pueblo, mientras quema incienso y canta el coro de hombres de piel muy trabajada.

Tomamos el metro, que a tramos también va por la superficie. Son visuales, plásticos, los griegos. A diferencia de Londres, por ejemplo, en donde mirar a la gente no está nada bien visto, aquí la gente mira y es mirada sin reparos, y eso me gusta.

Estos cristianos bizantinos se santiguan, besan los iconos, los tocan, los reverencian. Es una sobreactuación que debe venir de las profundidades de la historia, de cuando las terribles luchas de los iconoclastas (que consideraban inconveniente la representación de la divinidad, para ellos idea pura). Quiero decir que estas muestras de adoración quizás vengan de la reacción contra aquellos puristas, y de aquello les debe haber quedado este aferrarse a la imaginería.

Respondiendo a un muy arraigado sentido de la representación, la iconografía de la cristiandad ortodoxa tiene como objeto de las imágenes todos aquellos dogmas y creencias que se hacen sensibles a la vista. Pero son imágenes únicamente pintadas. No esculpidas. Las tallas no son admitidas todavía hoy. De hecho, no se introdujeron en la iglesia romana hasta el siglo X.

El cisma de Oriente (o de Occidente, según se mire) es clave: hablamos de 1054. Siglo y medio después, los cruzados hacen grandes desgracias en Constantinopla: destruyen el iconostasio de Santa Sofía, sientan a una mujer pública en la cátedra del patriarca, funden el tesoro de la iglesia cismática… Es una guerra civil entre cristianos.

Roma cae en manos de los bárbaros en el año 410, pero el Imperio romano de Oriente perdurará hasta 1453, cuando entran los turcos en Bizancio (antes Constantinopla, ahora Estambul); y también hasta hoy ha ido perdurando, en la memoria de los griegos, la conciencia de haber sido el Imperio bizantino, tal vez más que la democracia ateniense…

Subimos al Partenón, entre las frenéticas masas de turistas, pero el espectáculo compensa todas las incomodidades: la elevación nos permite una visión limpia de unos horizontes hoy inusualmente sin calimas, totalmente barridos de velos. En una panorámica de gran angular, Atenas se nos muestra toda bañada de luz, extendida en torno a la montaña sagrada, bajo un cielo de azurita.

En el flanco sur de la Acrópolis está el teatro del santuario dedicado a Dionisio o Pan, el dios del vino, la desinhibición y la danza. Era el dios pastoral de la Arcadia, el dios más popular de la Grecia clásica.

Aquí, en este espacio abierto, como un templo sin techo, se celebraban las dionisíacas, las fiestas anunciadoras de la primavera, con ménades, sátiros y silenos. Aquí se estrenaron las tragedias y las comedias de Ésquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, que tenían tanto de oficio religioso secularizado.

Al principio, disfrazados de animal del bosque, de serpiente o de pájaro, los actores oficiaban, solos, un rito sagrado, que hay que relacionar con el culto al mundo vegetal. Después, ya se añadió el coro increpador, bien conjuntado.

El apolíneo Aristide Maillol consideraba el Partenón «la obra más bella de la humanidad», que «de lejos tiene todo el aspecto de ser la perla de Grecia». «Nada es tan bonito de colores como la Acrópolis, todo de un tono dorado, pálido y malva», escribe en su cuaderno de viaje.

El teatro, como escuela de aprendizaje humano, nace de este diálogo entre lo informe y lo que va tomando cuerpo, esta sustitución de la comunidad salvaje por la sociedad reglamentada. Toda la cultura griega, y toda la cultura occidental, viene de esta dualidad entre el arrebato de Dionisio y la cordura de Apolo.

El apolíneo Aristide Maillol consideraba el Partenón «la obra más bella de la humanidad», que «de lejos tiene todo el aspecto de ser la perla de Grecia». «Nada es tan bonito de colores como la Acrópolis, todo de un tono dorado, pálido y malva», escribe en su cuaderno de viaje.

El gran escultor rosellonés peregrinó a Grecia en 1908, buscando «una estatua al aire libre» (que encontró en Delfos), ya que está fuera, al aire libre, decía, su entorno natural. «Qué manía de ponerlo todo dentro de los museos, donde te aburres, donde lo ves mal, donde estás acechado por los vigilantes»…

Como no hay mejor espectáculo que la gente que pasa, comemos a pie de calle, bajo la Acrópolis, en el barrio de Plaka: la tradicional ensalada griega (con aceitunas, alcaparras y queso feta), vino de resina, souvlaki de cerdo, y de postre una rebanada de sandía.

Para terminar, un café turco (que aquí llaman «griego», no vaya a ser) con abundante poso y servido, como tiene que ser, con un vaso de agua fresca; y música, la música popular, siempre tierna, del grandísimo Manos Hatzidakis.

Lo más leído.

Ilustración de Juliet Pomés Leiz

En Atenas, el principio de todo entre el arrebato de Dionisio y la cordura de Apolo

Atenas es hoy por hoy la ciudad con la atmósfera más contaminada de Europa. Con la crisis, que ha golpeado tanto al país, la capital, siempre húmeda, se ha vuelto una ciudad sucia, sucísima. Como en los bajos fondos de Génova, o de Nápoles, parece que la actividad portuaria lo haya tintado todo de jugos y excrementos.

[dropcap letter=”V”]

uelo BCN-Atenas, con Aegean Airlines. Tiempo nublado, cielo cubierto. Entre el cabo de Sunión y El Pireo, navegamos sobre un mar encrespado, en gama de grises: gris perla, gris plata, gris negro antracita. En el horizonte enturbiado se desdibuja la silueta de Egina, la isla natal de Platón…

El nefos (la niebla) es el esmog de Atenas, hoy por hoy la ciudad con la atmósfera más contaminada de Europa. Con la crisis, que ha golpeado tanto al país, la capital, siempre húmeda, se ha vuelto una ciudad sucia, sucísima. Como en los bajos fondos de Génova, o de Nápoles, parece que la actividad portuaria lo haya tintado todo de jugos y excrementos.

Tomamos el metro, que a tramos también va por la superficie. Son visuales, plásticos, los griegos. A diferencia de Londres, por ejemplo, en donde mirar a la gente no está nada bien visto, aquí la gente mira y es mirada sin reparos, y eso me gusta. «Du fond des âges monte la nécessité irrepresible de voir» (Paul Éluard).

Subido en el autobús, observo al bribón que tengo delante, con piercing en los labios y aislado en sus auriculares. Se persigna con gesto rápido al pasar por delante de una iglesia. Entonces sonríe el pope ortodoxo, con el cabello largo terminado en cola, embutido en la sotana ya color de ala de mosca. Me lo imagino dentro del iconostasio oficiando de espaldas al pueblo, mientras quema incienso y canta el coro de hombres de piel muy trabajada.

Tomamos el metro, que a tramos también va por la superficie. Son visuales, plásticos, los griegos. A diferencia de Londres, por ejemplo, en donde mirar a la gente no está nada bien visto, aquí la gente mira y es mirada sin reparos, y eso me gusta.

Estos cristianos bizantinos se santiguan, besan los iconos, los tocan, los reverencian. Es una sobreactuación que debe venir de las profundidades de la historia, de cuando las terribles luchas de los iconoclastas (que consideraban inconveniente la representación de la divinidad, para ellos idea pura). Quiero decir que estas muestras de adoración quizás vengan de la reacción contra aquellos puristas, y de aquello les debe haber quedado este aferrarse a la imaginería.

Respondiendo a un muy arraigado sentido de la representación, la iconografía de la cristiandad ortodoxa tiene como objeto de las imágenes todos aquellos dogmas y creencias que se hacen sensibles a la vista. Pero son imágenes únicamente pintadas. No esculpidas. Las tallas no son admitidas todavía hoy. De hecho, no se introdujeron en la iglesia romana hasta el siglo X.

El cisma de Oriente (o de Occidente, según se mire) es clave: hablamos de 1054. Siglo y medio después, los cruzados hacen grandes desgracias en Constantinopla: destruyen el iconostasio de Santa Sofía, sientan a una mujer pública en la cátedra del patriarca, funden el tesoro de la iglesia cismática… Es una guerra civil entre cristianos.

Roma cae en manos de los bárbaros en el año 410, pero el Imperio romano de Oriente perdurará hasta 1453, cuando entran los turcos en Bizancio (antes Constantinopla, ahora Estambul); y también hasta hoy ha ido perdurando, en la memoria de los griegos, la conciencia de haber sido el Imperio bizantino, tal vez más que la democracia ateniense…

Subimos al Partenón, entre las frenéticas masas de turistas, pero el espectáculo compensa todas las incomodidades: la elevación nos permite una visión limpia de unos horizontes hoy inusualmente sin calimas, totalmente barridos de velos. En una panorámica de gran angular, Atenas se nos muestra toda bañada de luz, extendida en torno a la montaña sagrada, bajo un cielo de azurita.

En el flanco sur de la Acrópolis está el teatro del santuario dedicado a Dionisio o Pan, el dios del vino, la desinhibición y la danza. Era el dios pastoral de la Arcadia, el dios más popular de la Grecia clásica.

Aquí, en este espacio abierto, como un templo sin techo, se celebraban las dionisíacas, las fiestas anunciadoras de la primavera, con ménades, sátiros y silenos. Aquí se estrenaron las tragedias y las comedias de Ésquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, que tenían tanto de oficio religioso secularizado.

Al principio, disfrazados de animal del bosque, de serpiente o de pájaro, los actores oficiaban, solos, un rito sagrado, que hay que relacionar con el culto al mundo vegetal. Después, ya se añadió el coro increpador, bien conjuntado.

El apolíneo Aristide Maillol consideraba el Partenón «la obra más bella de la humanidad», que «de lejos tiene todo el aspecto de ser la perla de Grecia». «Nada es tan bonito de colores como la Acrópolis, todo de un tono dorado, pálido y malva», escribe en su cuaderno de viaje.

El teatro, como escuela de aprendizaje humano, nace de este diálogo entre lo informe y lo que va tomando cuerpo, esta sustitución de la comunidad salvaje por la sociedad reglamentada. Toda la cultura griega, y toda la cultura occidental, viene de esta dualidad entre el arrebato de Dionisio y la cordura de Apolo.

El apolíneo Aristide Maillol consideraba el Partenón «la obra más bella de la humanidad», que «de lejos tiene todo el aspecto de ser la perla de Grecia». «Nada es tan bonito de colores como la Acrópolis, todo de un tono dorado, pálido y malva», escribe en su cuaderno de viaje.

El gran escultor rosellonés peregrinó a Grecia en 1908, buscando «una estatua al aire libre» (que encontró en Delfos), ya que está fuera, al aire libre, decía, su entorno natural. «Qué manía de ponerlo todo dentro de los museos, donde te aburres, donde lo ves mal, donde estás acechado por los vigilantes»…

Como no hay mejor espectáculo que la gente que pasa, comemos a pie de calle, bajo la Acrópolis, en el barrio de Plaka: la tradicional ensalada griega (con aceitunas, alcaparras y queso feta), vino de resina, souvlaki de cerdo, y de postre una rebanada de sandía.

Para terminar, un café turco (que aquí llaman «griego», no vaya a ser) con abundante poso y servido, como tiene que ser, con un vaso de agua fresca; y música, la música popular, siempre tierna, del grandísimo Manos Hatzidakis.