El ancestral 'mueblé' de Barcelona se convierte en un hotel turístico, borrando así todavía más la frágil memoria de nuestra ciudad
Entrada al nuevo hotel La França Travellers. © Simon Garcia
Mi recuerdo más entrañable de La França, uno de los hoteles por horas dedicados al fornicio más ancestrales de Barcelona, sucedió tras una tarde espléndida de intercambio placentero con una madre coraje esbelta e insaciable; había tecleado el número nueve del teléfono de la room (para conectar con recepción y que un conserje discretísimo nos llevara al automóvil, y así salir del establecimiento sin ser vistos ni coincidir con ningún otro cliente). Aquella tarde el ujier tardó mucho en pescarnos y, mientras bajábamos en el ascensor, le pregunté de forma rutinaria: “¿mucha gente, hoy?”. Él respondió, resoplando: “son las extraescolares”. “¿Las extraescolares?”, inquirí, muy extrañado. “Sí, claro; los chavales salen de deporte y música entre las seis y las siete de la tarde y en las horas anteriores tenemos muchas clientas que aprovechan la ocasión para venir, antes de pasar a buscar a los niños por kárate, solfeo, y tal.”
¡Ah, pura poesía del erotismo cotidiano! Quién sabe si había sido más placentero aquel maratón que habíamos tenido el goce de vivir con la señorísima en cuestión, o el acto morboso de imaginar a esta gran madre, de un espíritu sacrificial y kantiano ejemplar hacia sus retoños, recogiendo servicialmente a los niños en la escuela de música con la entrepierna todavía chorreando de servidor. Con esta amazona pasamos muchas tardes extraordinarias en La França, con orgasmos rebosantes de lágrimas y abrazos honestos de amor; como ella misma sabía, no era la única amante con quien fui al lugar, no —o no sólo— para satisfacer mi placer sexual (que, como en el caso de la mayoría de hombres es algo espantosamente primario), sino para cumplir la encomiable tarea de salvar la pervivencia de los matrimonios familiares catalanes, misión que perpetré durante muchos años y por la que la Generalitat debería haberme regalado alguna medalla.
No todo fueron tardes de paz y ardor, en La França. Hubo vermús rápidos, tramados con señoras para quienes el sexo era prácticamente masculino y sólo exigían el check del apogeo previo a comer (muy civilizadas, puesto que follar por la mañana o coincidiendo con el runrún estomacal del mediodía es un gran invento de la sexualidad mediterránea, contrario a la nefasta costumbre española de follar con nocturnidad y el estómago rebosante de gin-tonic). También hubo mañanas sabatinas con jovencitas sedientas de filosofía, donde el gusto de las aceitunas y el champán se mezclaba con el de la piel y uno salía de La França con la promesa de una siesta redentora. Toda esta prosa de pacotilla viene a cuento porque desde inicios de junio nuestro queridísimo establecimiento, como todo lo que vale la pena de Barcelona, ha cambiado de esencia para convertirse en un hotel turístico más de este tedioso hogar.
Mi querida França, que no sólo era el hotel donde hacíamos el amor en secreto y de forma apasionada (así es como hay que follar; sin darse plenamente al otro y menos bajo la tara del amor); también era el lugar donde nos escondíamos y notábamos aquella mezcla tan extraña de disfrute y culpa que hace la vida mucho más interesante. Una ciudad es una suma interminable de diálogos, pero sobre todo es un cúmulo de secretos. De las incontables veces que fui, la mayoría de visitas requerían un tiempo de espera, pues las setenta habitaciones estaban casi siempre funcionando a todo trapo. Esto significa que, en cada segundo del día en La França, allí había decenas de medias verdades, excusas, reuniones, congresos y meriendas con las amigas que sólo eran una finta para que unos individuos sintieran la vanidad de saberse nuevamente deseados. ¡Esto, para una ciudad como Barcelona, es más importante que los cromos de Sijena!
Nuestra madriguera de intimidad ahora ha pasado a llamarse La França Travellers que, si los lectores me excusan la grosería, suena como un nombre falso de putanga. De hecho, pienso que todavía estamos a tiempo y —visto que el Ayuntamiento ha comprado fincas del Eixample sólo para que sus inquilinos, funcionarios de carrera, puedan seguir viviendo en el centro de la ciudad— pienso que sería una decisión oportuna convertir La França en patrimonio de titularidad pública; uno debería pagar las habitaciones al precio de siempre, sólo faltaría, pero al menos así podríamos mantener la gracia de la doble vida ciudadana, esencia del mediterráneo y —como he dicho antes— ¡garantía sólida de la continuidad matrimonial! Sé que las ciudades son depredadoras de memoria y que se necesitan nuevas novedades que, de aquí a unos cuantos lustros, devengan tradición. Pero La França forma parte de mis años más felices, un tiempo de deseo por el que me gustaría sentir nostalgia, pero que sólo me causa gran dolor y añoranza.
Aún estamos a tiempo, insisto. Salvemos nuestros secretos; disfrutemos de nuestras mentiras; y follemos, ciertamente, porque el mundo se acaba.
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